El guardián del mercado: El sargento Leandro | Por: Pedro Bracamonte Osuna

 

El tortuoso camino que empalmaba al pueblo de La Quebrada y el sitio de Quebrada de Cuevas, fue mudo testigo del paso silencioso de centenares de familias venidas de nuestros paramos que huían de la hambruna y la necesidad de aquella dura época. Rafael Ramón Díaz y Roque Matheus, lideraban uno de esos éxodos, donde Leandro Rangel era un rostro más de los que transitaron por Valera con destino al caluroso poblado de Santa Isabel, donde un gentío había irrumpido en la finca de Carlos Luís Baptista en busca de un nuevo comienzo. Era el año 1956 y a punta de escardillas y machetes deforestaron la frondosidad de aquel lugar para cimentar la nueva morada que ya no estaría tendida al pie de la majestuosidad de la montaña, sino en una sofocante explanada donde sembraron yuca, plátanos y maíz para mitigar el hambre existente.

El amanecer del 23 de enero de 1958, encontró a Leandro Rangel junto a Ramón Ignacio Matheus en las afueras del viejo mercado público de Valera, tratando de ofrecer unos plátanos que acarrearon en un destartalado camión desde El Jaguito. El vetusto mercado abría sus siete puertas desde las cuatro de la madrugada con el diario ritual del descobije de las viejas lonas que servían como lindero entre puesto y puesto. Ese jueves a media mañana, el samplegorio ya se sentía en cada rincón y los reprimidos cuchicheos populares en contra del dictador se habían convertido en la voz de un pueblo altanero y victorioso. Mientras el gordo general se marchaba del país, Leandro Rangel se había alineado a la causa liberadora y fue actor de primera línea en la toma de la sede de la Seguridad Nacional que culminó en una gran hoguera.

Unos años más tarde en el nuevo gobierno, José Matheus fue nombrado como Prefecto de Valera y al profesor Enrique Araque le encomendaron la jefatura de la Policía, quienes reclutaron en 1962 a Leandro Rangel y a 17 hombres más para conformar el grupo de los primeros policías municipales, que ataviados de color kaki, quepis y sobresaliente corbata de color negro desfilaron orgullosos por nuestras calles. En aquel primer grupo policial, sobresalía por su carácter, fuerza y tamaño José del Carmen, un gendarme a quien se le endosan centenares de historias y quien todos acabaron apodando “Alma Grande”.

Leandro Rangel, vio luz de vida en 1925 en el bucólico Estapape, poblado vecino de la villa de San Roque. Jamás había soñado con ser policía. A sus treinta y cinco años ya se había convertido en sargento y vigilante mayor del mercado municipal, donde impartía justicia y manejaba a su antojo un inmenso manojo de llaves de todas las puertas de aquel colorido y bullicioso lugar. Con una manera muy particular de dar ejemplo de su labor policial, en una oportunidad atrapo a un joven que se escondía en las tardes entre los bultos de granos para sustraer en las noches, mercancía de los comerciantes vecinos, para luego venderlas al día siguiente en el puesto que compartía con su abuelo, hasta que fue atrapado por la destreza del sargento Leandro, quien por tres días consecutivos y para no llevarlo detenido, lo colocó a la entrada del mercado con un letrero en su pecho y otro en la espalda que rezaban “soy el ladrón del mercado”.

Por doce años consecutivos estuvo como jefe policial del viejo mercado público, en donde se ganó el aprecio y respeto de los comerciantes Jesús Hernández Aguilar quien era el más respetado de los mayorista, Martín Rivero, Pepe y Francisco Rangel, Alirio Paredes, Venancio y Luís González, Jesús Mejías quien era el vendedor de Santos y estampas, los inmigrantes Gerardo Romano y Luis Fatale propietarios de la refresquería del lugar, Jesús Abreu, Hernán Torres, el vendedor de pescado seco Teodoro Vielma y los mercaderes de “gallinas vivas” Enefrio Quintero y el maracucho Delgado. Aquella estadía le permitió a Leandro, no solo cuidar del orden y entablar buenas amistades, sino que pudo también disfrutar de las sabrosas empanadas “caracheras”, denominadas así porque por ser elaboradas por tres damas oriunda de Carache que tenían su residencia al final de la calle diez de esta ciudad. Estas gigantescas empanadas, eran de harina de trigo y su relleno consistía en una muy condimentada carne mechada y en el centro le ponían medio huevo cocido, mientras que sus bordes eran una terminación en una especie de clineja y la cual solo costaba “un real”. A estas deliciosas empanadas con el paso del tiempo les cambiaron de nombre y en la actualidad se les conoce como “ruedas de camión”. En aquella época el sueldo quincenal del sargento Leandro Rangel era de diez bolívares con medio.

En doce años abriendo y cerrando las puertas del mercado, aún añoraba sus días como cazador junto al sacerdote Salvador Ruiz en las montañas de la Loma del Medio. Otros recuerdos que nos regaló fue las andanzas de los caleteros, entre los que inmortaliza a los apodados “La Mula” y “Zarcillo”, fortachones y busca pleitos a quienes mantuvo a raya, gracias a su bastón de mando, una especie de rolo de palo de vero que pesaba medio kilo y el enorme revolver revolver Smith & Wesson calibre 38, cuyo cañón largo le llegaba hasta la rodilla. Otro que le dio dolores de cabeza fue el popular “Cleto”, quien a diario por su ingesta alcohólica tenía que ser detenido y trasladado en carruchas, pues para la época no se contaban con patrullas y los carros policiales existentes, solo eran usado por los jefes de despacho.

En los alrededores del mercado, recuerda el sargento Leandro, la gran bodega de Pedro Urquiola, al Dr. Álvarez preparando sus fórmulas en la Farmacia San Pedro, a Filadelfo Villegas, Americo Figueredo, Leopoldo Torres, Publio González en su ferretería, Nino Abreu y Nino Valero, Sixto y Ramón Pineda, Ramiro Uzcategui, Homero Rivera, Alfonso Moreno, Alfonso Salcedo y su edecán Luis “Licha” Terán. Rememora con nostalgia, el sargento Leandro, la llegad del inmigrante de apellido Zinaldín, quien construyó con madera su establecimiento “Comercial Madrid” sobre el zanjón del tigre para vendernos chanclas de plástico. De igual forma rememora con nostalgia en su conversación la aparición en tiempos navideños de los vendedores ambulantes de escarcha, musgo y papel de sacos de azúcar para los pesebres que se peleaban los espacios a las entradas con los famosos choferes de carros de municioneras del cerro Caja de Agua. Todos estos comerciantes los recuerda con mucha melancolía a sus 94 años, como integrantes de un grupo de prohombres que construyeron esta ciudad.

La historia oculta del sargento Leandro Rangel, está repleta de remembranzas de una ciudad que pareciera extraviársenos en la desmemoria de sus actuales habitantes. Permanece aún en nuestros recuerdos el sonido del pito del sargento Leandro Rangel anunciándonos cada tarde a las cuatro, el cierre de las puertas de un mercado que jamás podremos olvidar.

 


Cronista Pedro Bracamonte Osuna
Fuentes orales: Leandro Rangel, Jesús Araujo y Alirio Rangel

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