EL FANTASMA LATINOAMERICANO | César Pérez Vivas

                            

César Pérez Vivas

 

América Latina enfrenta hoy una amenaza creciente: el avance del fantasma del autoritarismo mafioso, que se ha ido apoderando de la vida política en diversos países de la región. En varias de nuestras repúblicas —como Cuba, Nicaragua y Venezuela— estas fuerzas ya han tomado el control de todas las ramas y niveles del poder público. Han destruido las economías productivas para dar paso a economías criminales, y han dañado profundamente el tejido social, generando una herida antropológica cuyas consecuencias afectarán a nuestras naciones por varias generaciones.

Los promotores de este modelo, inspirados inicialmente por la cosmovisión marxista de la Revolución Cubana, han logrado expandir su proyecto a numerosos países del continente. La compleja realidad socioeconómica y cultural de América Latina ha facilitado la penetración de un discurso populista de redención, igualdad y justicia social, que ha encontrado eco en sectores de la sociedad cargados de resentimiento y ambiciones desmedidas de poder.

El populismo de la ultraizquierda latinoamericana ha sido planificado y ejecutado con el respaldo de importantes centros de poder político y financiero. Sin embargo, su verdadera motivación no ha sido la elevación de la dignidad humana, sino el control de las riquezas nacionales para enriquecer a sus dirigentes y convertirlos en los nuevos magnates de la región. Los valores de justicia, equidad y democracia han sido por ellos trastocados y lesionado en su autentico valor.

El auge democrático experimentado por América Latina a finales del siglo XX y comienzos del XXI ha entrado en franco retroceso. Disfrazado de “democracia participativa y protagónica”, o de “redención de los pobres”, el llamado socialismo del siglo XXI instauró no solo dictaduras, sino estados fallidos convertidos en entidades criminales. Este fantasma, que durante un tiempo se ocultaba tras un ropaje ideológico, hoy se muestra abiertamente: ha dejado caer la máscara y actúa sin pudor como lo que es, una maquinaria de dominación al servicio del crimen organizado.

Estos regímenes se valen de las instituciones democráticas para derribar el Estado constitucional y destruir a los liderazgos democráticos que se les enfrentan y los desenmascaran. Más allá de la dramática situación que viven las dictaduras ya consolidadas, el fantasma del autoritarismo se desplaza con determinación por países como México, Honduras, Colombia, Bolivia, Chile y otros pueblos de nuestra América.

La aplicación de métodos de fraude electoral —como los que se ciernen sobre Honduras— o el uso de la justicia para silenciar la voz del expresidente Uribe en Colombia, son apenas una muestra de cómo el autoritarismo mafioso avanza de manera sigilosa en la demolición de nuestras democracias.

Este modelo ha tejido además una alianza perniciosa con sectores ultra radicales del mundo islámico, articulando un odio común contra la civilización judeocristiana. Ambos movimientos se retroalimentan de un discurso antinorteamericano que les permite coordinar acciones en diversos escenarios y extender su influencia en toda la región.

Lo más grave es que ni Estados Unidos ni Europa, enfrascados en sus propias tensiones internas, han prestado la debida atención al proceso de degradación institucional en América Latina y la amenaza que ello significa para su propia seguridad y estabilidad. La región se desliza peligrosamente desde la promesa democrática hacia un sistema de estados forajidos, donde la barbarie autoritaria y la economía mafiosa constituyen los pilares del poder.

Quienes habitamos esta región, más allá de nuestras diferencias filosóficas o políticas, y que valoramos la democracia, la justicia y el desarrollo, tenemos el deber de alertar, en primer lugar, a nuestras propias sociedades, pero también a los actores democráticos de Europa y de Estados Unidos, sobre el avance de este fantasma que, a pasos agigantados, se apodera de nuestros países.

Pero no basta con alertar. También estamos llamados a fortalecer las instituciones democráticas, a defender el Estado constitucional, y a dar ejemplo —en los países no alineados con esta deriva autoritaria— de respeto a los principios fundamentales de toda sociedad libre. No podemos denunciar las dictaduras del presente mientras asumimos algunas de sus prácticas.

La reciente reforma constitucional aprobada por la Asamblea Legislativa de El Salvador, que permite la reelección indefinida del presidente de la República, constituye un ejemplo de lo que no deben hacer los auténticos demócratas latinoamericanos. La garantía de la alternancia en el poder es un valor esencial de la democracia. No puede moldearse el orden jurídico-político de una nación al capricho de un líder, por muy carismático que sea o por lo que represente para su pueblo.

Las constituciones existen para establecer un orden institucional que trascienda a los liderazgos personales o partidistas. Lo sostuve en 2007, cuando en Venezuela se aprobó una enmienda que consagró la reelección indefinida: esa figura fue la puerta de entrada a la dictadura en nuestro país, y un pésimo ejemplo para el continente. Hoy, cuando esa misma norma se establece en la hermana República de El Salvador, no puedo sino reiterar mi rechazo a esa deriva autoritaria que mina uno de los principios más sagrados de la democracia: la alternabilidad.

Las tareas de la cooperación internacional para la democracia y el desarrollo integral de América Latina necesitan una reformulación. Es hora de priorizar los valores auténticamente democráticos, y de trazar estrategias capaces de frenar el avance de este fantasma, que se disfraza de democracia solo para demolerla desde dentro.

Caracas lunes 4 de agosto del 2025

 

 

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