Por: Tomás Straka
Henry Newman fue un sacerdote, teólogo e intelectual anglicano que a mediana edad tuvo una espectacular conversión al catolicismo. Durante los otros cuarenta y cinco años que le quedaron de vida continuó escribiendo, investigando y dando clases con un ritmo aún mayor al de su juventud. No sólo fundó la Universidad Católica de Irlanda, sino que sus ideas pedagógicas siguen estando, al menos en parte, en los fundamentos de todas las universidades católicas del mundo. Llegó a Cardenal.
Por su parte, Dulce Pontes fue una franciscana brasileña que se dedicó a atender a los enfermos pobres. Sus obras de caridad y su fama la llevaron a ser considerada para el Premio Nobel de la Paz. Giuseppina Vannini fue una religiosa italiana que fundó la Orden de San Camilo, que atiende enfermos y personas necesitadas en más de treinta países. Mariam Thresia Mankidiyan fue una religiosa de la Iglesia Sirio-Malabar de la India, una de las veintitrés iglesias de rito ortodoxo en comunión con Roma. Fundadora de la congregación de la Sagrada Familia, tuvo estigmas, experimentó el éxtasis y desde su muerte se le han atribuido numerosos milagros. Margarita Bays, por su parte, fue una laica suiza que se recuperó milagrosamente de un cáncer. También tuvo estigmas. Bartolomé de los Mártires fue un dominico portugués y obispo que participó en el Concilio de Trento, redactó trabajos de teología y fundó hospitales. Desde el siglo XVII se le consideraba con méritos para ser santo.
¿Qué tienen en común todas estas personas de nacionalidades, épocas y entornos tan distintos? Además de sus vidas excepcionalmente definidas por lo religioso, el hecho de ser las últimas seis en haber sido canonizadas por el Papa Francisco. Por eso nos delinean el contexto de la beatificación (el paso inmediatamente anterior a la canonización) de José Gregorio Hernández. Contrastando sus biografías y sus obras con las del médico venezolano, rápidamente identificamos lo que él tiene de particular, la manera en la que expresa de forma raigal a la sociedad en la que vivió y sobre todo a aquella que lleva un siglo venerándolo.
A diferencia de los santos anteriores, José Gregorio Hernández naufragó cuando quiso tomar los hábitos o seguir el sacerdocio, no experimentó éxtasis ni estigmas, no fundó una congregación ni estableció una doctrina teológica. Por supuesto, tampoco es el primer laico que sube a los altares sin nada de lo anterior, pero no por eso deja de tener bastante de outsider con respecto a quienes suelen acompañarlo entre las veladoras de las capillas eclesiales o caseras.
Su camino a los altares está tan vinculado con los grandes procesos de la vida venezolana en el siglo que ha transcurrido desde su arrollamiento en 1919 a su beatificación en el 2020, que junto con todas las otras consideraciones que puedan hacerse de su vida, obras y culto está la que en alguna medida ayuda a explicar las demás: José Gregorio Hernández es una especie de compendio de historia nacional.
En vida, su fama emanó de la ciencia. Claro, una ciencia practicada de acuerdo con unos valores determinados que permitieron llevarla a todos, alumnos, gente común que leía sus trabajos, pero sobre todo a los pobres que de otra manera no hubieran podido beneficiarse de ella. No es cosa de disminuir el hecho fundamental de su caridad, de su piedad de confesión y comunión cotidianas, de su condición de franciscano seglar, al contrario, sin ellas hubiese sido un médico, profesor e investigador notable, pero solo conocido en su círculo.
Pero también es cierto que había en aquella Venezuela muchas otras personas igual de caritativas y piadosas. No es una casualidad que todos los venezolanos llevados a los altares hayan sido personas de aquel entre siglo XIX-XX, en el que la iglesia venezolana se reorganiza y fortalece. Lo que resalta a José Gregorio Hernández de todos ellos es que se trataba –en su tiempo– de uno de los mejores médicos de Venezuela y tal vez de Latinoamérica. Estamos hablando del autor de una veintena de estudios científicos, a los que se unieron muchos más de divulgación y pedagógicos (sus obras completas suman más de mil páginas), del iniciador de la bacteriología y la histología modernas en el país.
Tal vez hubo quienes ya entonces vieron como curas milagrosas lo que simplemente era una ciencia más avanzada que la de muchos de sus colegas, pero el punto es que la base de todo estaba en la ciencia y una determinada forma ética de practicarla.
En segundo lugar, su culto no viene desde el seno de la Iglesia, no lo promovió inicialmente una congregación o un grupo eclesial o de otra naturaleza, sino que nació entre los laicos –al principio con aprehensiones, en gran medida justificadas, de muchos en la Iglesia– y desde ese mundo secular fue poco a poco avanzando hasta llegar, cien años después, al Vaticano. De modo que si por algo se puede decir que José Gregorio Hernández es el santo venezolano por antonomasia (o el beato, para no saltarnos los pasos), es porque tanto el camino por el que labró esa santidad estando vivo, como el que siguió su culto después de su muerte, responden a dos características típicamente venezolanas del siglo XX: una vivencia muy particular de la modernidad y, retroalimentada con ella, la democracia entendida sobre todo como ascenso social.
Modernizador en sus acciones, democratizador a través de su culto, José Gregorio Hernández es tan «libre y de los venezolanos» como el proyecto de democracia que se perfiló desde 1930, como nuestra arquitectura moderna –tanto la de los grandes maestros como la de los maestros de obra que la reproducían a escala en sus casas de los barrios–, como los cinéticos, como Armando Reverón, como las telenovelas, como Rómulo Betancourt, como el sistema de orquestas. Una mezcla de las señoras que rezan el mal de ojo y de brujos que le “tabaquean” sus problemas a los que tienen los “caminos obstruidos” en presencia de alguien que estudió con el Premio Nobel Charles Richet.
Una combinación de la gente que recortó la famosa foto que se tomó en Nueva York en 1917, que apareció en las primeras planas de los periódicos cuando murió arrollado, o de los emprendedores que la reprodujeron en mil cromos distintos, con los científicos de la Universidad Central de Venezuela y de la Academia Nacional de la Medicina.
Democrático, igualitario, católico apegado a los dictados de la Santa Madre Iglesia, empujado de abajo hacia arriba por los fieles, su culto es otra muestra de esas diversas maneras en las que la modernización fue asumida y reinterpretada por cada quien en Venezuela.
El José Gregorio Hernández que estudió en París, que fundó la bacteriología en Venezuela, que escribió artículos científicos y fue fundador de la Academia Nacional de la Medicina, es un modernizador. Uno como sus colegas de la Universidad Central de Venezuela, como su gran amigo y polemista, el ateo Luis Razetti; como el Rómulo Gallegos que lo admiró y, en general, la intelectualidad positivista que no entendía su fervor religioso pero que siempre respetó sus conocimientos.
De hecho, la teología puede ver en él un ejemplo de espiritualidad desde la ciencia. Viviendo entre cátedras, microscopios y consultas, hizo girar todo aquello alrededor de los valores del catolicismo, y el ministerio que no pudo ejercer en el púlpito o en el claustro lo ejerció en un laboratorio y atendiendo a todos, tuvieran o no con qué pagarle. Incluso habrá quien busque signos del cielo en el hecho de que haya fracasado las veces que intentó ser sacerdote (¡y nada menos que en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma!) o cartujo (¡y nada menos que en la Cartuja de La Farneta, donde después conocería el martirio de manos de los nazis otro venezolano hoy candidato a los altares, Salvador Montes de Oca!).
Si hubiera tenido éxito en aquellas dos tentativas, lo más probable es que su carrera de médico e investigador habrían terminado y hoy sería más un dato anecdótico que una figura nacional. Llegar a los altares por fracasar en la vida religiosa parece confirmar el apotegma paulino de que los caminos del cielo son insondables. Más de un proceso de discernimiento estará siendo sacudido por esto.
Pero esa modernidad de José Gregorio Hernández es solo una parte de la historia. La otra es la forma en la que la sociedad la interpretó. Pensemos en esos pacientes que desde el primer momento lo vieron como un santo. Pacientes que se volvieron devotos en un sentido religioso. La gente que literalmente convirtió en ícono aquella fotografía de Nueva York en 1917. Desde entonces los ilustradores que crearon aquellas imágenes reproducidas en millones de estampas, no han hecho sino repetir la foto una y otra vez, al punto de que la gente sólo se lo imagina con aquel traje negro y sombrero.
En su bella biografía sobre José Gregorio Hernández, Javier Duplá y Axel Capriles sospechan que tal vez es la fotografía más conocida y reproducida de la historia venezolana. Recientemente se ha hecho un esfuerzo para recordarlo más como médico, por lo que la religiosidad popular reproduce la misma foto, pero con el traje blanco. Y la Iglesia lo ha hecho con una bata blanca. Pues bien, esa gente que desde el día siguiente de su trágica muerte tomó esa fotografía de los periódicos y la puso en los altares, a veces junto a María Lionza y al Negro Felipe, tenía y sigue teniendo una mentalidad muy distinta a la de José Gregorio Hernández.
El católico formado y escrupuloso que fue se habría espantado de los ritos de espiritismo. Y el médico que también fue, de los brujos y curiosos que le rezan para curar enfermedades sin pedir siquiera una prueba de hematología, cosa que en Venezuela empezó a ser posible en gran medida gracias a él.
Pero ese es el signo de la modernidad en Venezuela: una feroz readaptación y reinterpretación con otras formas de concebir el mundo. Una sociedad que desde sus bases logra imponer a ciertas personas y ciertas costumbres. Que sepamos, nuestro nuevo beato no se ocupó especialmente de la política. Hay algunas manifestaciones públicas de agradecimiento a Gómez, pero esa era una alcabala que todo venezolano tenía que pagar entonces. Además, él solo conoció al Gómez de su primera década en el poder. Para cuando muere en 1919 aún no se trataba del tirano que se vería después, sino del hombre que había puesto orden, que saneaba las rentas, que permitía que los negocios florecieran, que por fin hacía las paces con la Iglesia y de hecho la apoyaba resueltamente. No diría nada especial de José Gregorio Hernández que en aquel momento haya sido gomecista, ya que casi todos los de su clase y generación lo eran.
Más problemática es la acusación de menosprecio, acaso cierto racismo, que se le hizo con respecto a uno de sus asistentes y discípulo, Rafael Rangel, y que incluso fue tema de una obra de teatro en su tiempo. Pero si hubo diferencias entre ellos, no parece razonable que hubiese sido por esa razón. Al cabo, era un hombre que dedicaba buena parte de su energía a atender gratis a gente de todos los colores, la cual se sintió cualquier cosa menos que despreciada por él. En todo caso, el asunto viene a cuento porque lo democratizador del beato no está en sus ideas en sí mismas, más allá de su preocupación por los más pobres, como en la forma en la que ellos lo hicieron suyo.
La anécdota, repetida muchas veces, de la multitud que al grito de “¡el Doctor Hernández es nuestro!” decidió llevar en hombros su féretro al cementerio, es la que dibuja lo que por un siglo ha pasado: es nuestro, han dicho los venezolanos, indistintamente de las dudas y reservas de muchos, y así lo ha ido llevando hasta arribar a la beatificación actual.
El dato es relevante porque expresa toda una forma de ser. La gente le rezaba y cada vez más personas aseguraban que había recibido un milagro por intercesión suya. Aquello creció como una bola de nieve que la Iglesia no podía obviar. Del beato José Gregorio Hernández se podrán decir muchas cosas, menos que no es democrático.
El “médico de los pobres” fue llevado a los altares por esos pobres, en una especie de gran votación universal. Una, por cierto, que no deja de recordar un poco la relación entre el Estado providente y “mágico” con el electorado (por supuesto, en este caso el problema no es el santo, que está haciendo lo que le corresponde, sino está en el electorado que le pide milagros al Estado).
Es nuestro y ya en la década de 1940 los familiares del médico venerado, intelectuales católicos como José Manuel Núñez Ponte, algunos sacerdotes y el Arzobispo Lucas Guillermo Castillo Hernández, empiezan a estudiar toda esa piedad popular, las historias de milagros y a trabajar en la larga y complicada canonización. Porque si bien esa fuerza que venía del pueblo y esa capacidad de la Iglesia para oírla estuvieron acompasadas con un país que se está democratizando, la religiosidad popular no documentaba los milagros, mezclaba a José Gregorio Hernández con otros ritos, lo invocaba de mil maneras que obligaba a la Iglesia a ir con mucha precaución.
Veámoslo, para entenderlo mejor, desde Colombia. Como con la arepa y el joropo, los venezolanos creemos que José Gregorio es sólo nuestro. Pero ocurre que, como tantas cosas venezolanas, o están desde el principio compartidas con el vecindario o han logrado difundirse en él de un modo u otro. Con la enorme movilidad poblacional entre Venezuela, Colombia y Ecuador desde mediados del siglo pasado, José Gregorio Hernández se convirtió en un santo grancolombiano.
El “medico de los pobres” no sólo comenzó a recibir rezos y a dispensar milagros más allá de las fronteras, sino que adquirió otra identidad, la del “Hermano Gregorio”, en la que su labor científica y su vida de católico escrupuloso se difuminaron. Básicamente, en Bogotá, Barranquilla o Guayaquil no había memoria de eso, por lo que el Hermano Gregorio tomó un camino completamente separado de la Iglesia. Para el momento en el que se escriben estas notas desconocemos la posición oficial de los episcopados ecuatoriano y colombiano sobre la beatificación, pero inicialmente no parece haber ninguna.
En Estados Unidos se vende su imagen como “El señor misterioso”. No parece ser un culto muy difundido, pero se ofrece en varios formatos por la web. De un modo u otro, ese fenómeno de atravesar longitudinalmente la sociedad, comenzando por la base para escalar hasta el punto más alto no ha sido tan común en otras partes. José Gregorio Hernández representa ese sueño venezolano: de los cromos que reproducían el retrato de Nueva York y que vendían en los mercados o a las puertas de las iglesias, hasta en la Santa Sede.
Es, por lo tanto, todo un triunfo para la sociedad venezolana la beatificación de José Gregorio Hernández. Los fieles lograron su cometido del reconocimiento papal, un asunto de conciencia muy importante para el católico, incluso si vive su fe desde el muy dúctil catolicismo popular venezolano. Una fe que no espera al Vaticano para rezarle a alguien, pero que se alegra mucho cuando finalmente viene de Roma una autorización.
Para la Iglesia es un triunfo indudable, porque rescata la figura del católico ejemplar, de la espiritualidad de un científico movido por la fe, y recoge una devoción auténtica y extendida. Obtiene también un triunfo moral al demostrar que es capaz de oír y dialogar con sus feligreses. Pero hay más. Un outsider entre tantos sacerdotes, religiosos y religiosas que van a los altares, algo especial tiene que decirnos a los laicos, a los que no tenemos el cerebro del Cardenal Newman ni los estigmas de la Madre Mariam Thresia Mankidiyan. O incluso para los que no son creyentes o siéndolo, no son católicos.
José Gregorio Hernández abre la posibilidad de un triunfo para la ciencia, para la ciudadanía, para la democracia. Fue un científico y un profesor notable, un médico comprometido y humanitario, un ciudadano honrado. Todo eso ha quedado en la palestra con su beatificación. Es, entonces, la oportunidad para que su figura referencial y aglutinante sirva para impulsar esos valores que por sobre todas las otras cosas también encarnó.
No todos querrán prenderle velas ni están ansiosos para que la canonización termine de llegar. Pero la mayoría podrá ver en sus virtudes ciudadanas un modelo del país que soñamos construir.
Fuente consultada: Prodavinci, “El doctor Hernández, santo de la democracia y la modernidad”. Por: Tomás Straka