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El círculo del miedo en Venezuela

por Webmaster
14/03/2018
Reading Time: 4 mins read
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Asdrúbal Aguiar

El miedo hace parte de nuestra especificidad como venezolanos. Ninguno lo acepta, pues ofende o resta honor, pero es obvia la apelación popular constante al padre bueno y fuerte, al gendarme o líder mesiánico de factura bolivariana, prohijador en la orfandad, quien nos encarna, en un contexto de amenazas y de males que él mismo, paradójicamente, crea y recrea para no dejar de ejercer su rol tutelar.

El miedo, así, condiciona hasta el comportamiento de las élites e impide, en el momento actual, un desenlace que reconduzca al país sobre el sendero de libertades que aún sigue pagando con sangre, tinta de nuestra historia. Es el enemigo que vencer.

En el mundo medieval el miedo es ley. Hordas de hambrientos asesinan en búsqueda de pan, tanto como huyen del extranjero por considerarle portador de enfermedades mortales. La imagen no es extraña en la Medellín de Pablo Escobar, o en la Venezuela de Nicolás Maduro, que viven bajo el miedo, en la anomia, controladas por el crimen asociado que doblega al andamiaje del Estado para sus fechorías.

No por azar, entre 1996 y 2000 emigran 2.040.000 colombianos, y nuestros compatriotas frisan una suma algo superior para el año corriente.

Oswaldo Payá, asesinado por la satrapía comunista, en mensaje que dirige a sus compañeros de la IDC, comenta su experiencia y recuerda que en una sociedad como la cubana se llega a un punto en que no se ven caminos o se cree que no los hay: “El régimen cierra las puertas del futuro y dicta la sentencia de la continuidad de la opresión a escala de eternidad… encaminada a sembrar la desesperanza. Esos dos componentes, represión y mentira son esencia de la cultura del miedo en que ha estado sumergido nuestro pueblo durante casi cinco décadas”, concluye.

El miedo cuando se agrava y degenera en angustia, paraliza, es decir, es incertidumbre total porque la mentira se hace política de Estado. Nadie confía en nadie. Es insumo del comportamiento colectivo, e impide ponerle rostro preciso al propio miedo y controlarlo. Es la represión arbitraria sin que el ciudadano sepa por qué y de dónde le llega, acaso a manos del mismo Estado o de los criminales que dominan en su territorio, o por la ayuda que les prestan víctimas potenciales para salvar sus pellejos.

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En el pasado remoto la conducta transparente y regida por valores es fuente de seguridad; asaz algo miedosa en lo íntimo dada la creencia de que se pierde el paraíso por los pecados mortales. Más ahora, en plena era de la globalización, cuando se defiende la muerte de Dios y el todo vale como en Zaratustra –libro de cabecera de Hugo Chávez al borde de su muerte– hasta los “buenos” están dispuestos a negociar con el demonio, con el terrorismo, con el narcotráfico, para sobrevivir. Lo aspiracional democrático se reduce a mediocre seguridad o falsa existencia. Y las víctimas que sufren y se resisten a acomodarse se preguntan ¿dónde está Dios?, gritan que resucite otra vez.

Entre tanto, los victimarios –piénsese en los autores del acto terrorista que derrumba las Torres Gemelas de Nueva York o en el Maduro de la masacre de El Junquito– se inmolan. Creen liberar sus miedos individuales arreciando con la maldad. Creen poner distantes los castigos que merecen por sus maldades sumas. Los unos piensan que irán al cielo y serán premiados con ninfas. Los otros imaginan viajar hasta la isla de la felicidad, al paraíso comunista, o alcanzar que sus víctimas les perdonen sus pecados a cambio de una vida inútil e intrascendente, a la manera de los Rodríguez Zapatero y sus compinches.

La Venezuela sufriente pide a bocajarro, instintivamente, una vuelta a lo adánico. Demanda la presencia del padre tutelar en su agonía. Anhela como ayer al caudillo, al gendarme necesario, al traficante de ilusiones, al provocador de terrores, pero en los extraños y no solo en los extranjeros.

Nuestro siglo XIX, no por azar, se lo dividen José Antonio Páez y Antonio Guzmán Blanco, y más de la mitad del siglo XX, lo secuestran Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez. Los otros jefes, en sus interregnos, son sus amanuenses.

Llegado el siglo XXI Hugo Chávez hace de la república su botín, con igual ánimo, y lo logra. Al morir sobreviene la explosión del desorden. Los causahabientes tanto como los otros aspirantes a sucederlo, desde la acera opuesta, aún no calzan sus zapatos. Hacen el esfuerzo y es lo que les preocupa. Son los señores feudales, dueños únicos insustituibles de sus haciendas políticas, también desde hace 20 años.

A ninguno le interesa ponerle rostro al miedo o definirlo y por ello hablan de autoritarismo, de democracia iliberal o deficiente, no competitiva, omitiendo desnudar al mal absoluto. Ninguno se atreve a romper el círculo vicioso del miedo, liberar las cadenas mentales que inhiben al ciudadano para ejercer con madurez su soberanía, pues todos a uno son, al fin y al cabo, la causa de nuestros miedos históricos, recurrentes.

En buena hora ese miedo y su círculo vicioso está por romperse, obra de la desesperación.

@asdrubalaguiar

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