El exprimer ministro David Camerón convocó a un referéndum hace tres años, por estas fechas, para decidir la permanencia o no de su país en la UE. Se trataba de un referéndum que nadie había pedido y que, de perderse, podía generar altísimos costos a su país. En tanto tal fue una medida supremamente irresponsable, cuyo único objetivo era evitar una erosión del sector más de derecha de su partido, en beneficio del partido UKIP. Al final, triunfó el Brexit, los costos económicos previsibles resultan inmensos y el propio riesgo de fractura del Reino Unido resulta alto. Su heredera en el poder, Teresa May, intentó conciliar la salida de la Unión con una aminoración de los costos económicos. Sometida a fuego cruzado entre los extremos se rindió finalmente, presentando su renuncia. Su sucesor, actualmente en proceso de ser elegido, será a no dudarlo alguno de los propulsores del Brexit sin compromiso. Todo ello constituye un capítulo más de la inmensa ambivalencia que los ingleses han tenido frente a sus vecinos del continente y que requiere un poco de contexto.
En 1558 los franceses reconquistaron la última posesión inglesa en territorio francés: Calais. Era la presa remanente de un largo período de ocupaciones inglesas en ese país y su caída cerraba un capítulo. A partir de ese momento, y salvo por una participación limitada en tres conflictos europeos en el siglo XVIII, los británicos volcaron su atención hacia los amplios espacios marítimos. Con el tiempo esto les permitiría transformarse en la mayor potencia imperial que ha conocido la humanidad. El darle la espalda a Europa tuvo sin embargo sus costos. La política hegemónica de Napoleón, a comienzos del siglo XIX, hizo que Gran Bretaña despertara violentamente de su sopor insular para verse sometida a un bloqueo continental que abarcaba desde Rusia hasta España.
Ello les hizo comprender que un continente controlado por una potencia hostil les representaba una amenaza mortal. Tras la derrota napoleónica el aislamiento precedente fue sustituido por el llamado “compromiso continental”. El mismo se asentaba en la idea de que no era posible desentenderse de los asuntos europeos. Su participación en dichos asuntos quedaba circunscrita, no obstante, a casos extremos en los que el equilibrio europeo se viese amenazado. En virtud de tal política se negaron a participar en el denominado “Sistema de Congresos”, que perseguía una vuelta al viejo status quo.
El país volvía así a sumirse en el sopor insular, lo que venía acompañado por un énfasis en sus propios problemas económicos. Ello los hizo desoír los llamados de Churchill, quien alertaba frente a los riesgos de una Alemania que se hacía cada vez más poderosa y agresiva. El año 1939 vino nuevamente a despertar con violencia a un país que creyó poder mantenerse al margen de los problemas continentales. Esto los condujo a un conflicto que hubiese podido evitarse de no ser por su inacción frente a las manifestaciones iniciales del expansionismo nazi. Repitiendo la experiencia de la era napoleónica Gran Bretaña debió enfrentarse de nuevo a todo un continente hostil, soportando durante dos años el peso de una guerra solitaria.
El fin de la Segunda Guerra Mundial implicó la renovación de su política continental. La misma, sin embargo, encontró un contrapeso en su nueva relación privilegiada con Washington. Esta ambivalencia de prioridades entre Europa continental y EEUU hizo que De Gaulle viese con profunda desconfianza a los británicos y se opusiese a su entrada a la Comunidad Europea.
Aunque Reino Unido no fue uno de los seis fundadores de la Comunidad Europea en 1957, logró incorporarse a la misma en 1973. Fue así uno de los signatarios de Tratado de Maastricht que dio nacimiento a la Unión Europea en 1993. Nunca, sin embargo, se incorporó a la zona del Euro o al Acuerdo Schengen, buscando salvaguardar su especificidad en materias monetaria y de acceso a su territorio. Pero a pesar de esta distancia frente a los países más comprometidos con la Unión Europea, todo parecía indicar que su futuro se hallaba unido a ésta. Nuevamente, sin embargo, la ambivalencia británica frente a Europa llega a otro de sus puntos álgidos.