El insulto es tan viejo como el ser humano. Es un acto de comunicación. En mi caso, no tengo talante para ofender, tampoco para expresar vulgaridades. Actuar y hablar groseramente no es mi estilo. Sin embargo, reconozco que insultar implica un arte muy complejo y que no se encuentra al alcance de todos. Hoy en día escuchamos por doquier insultos innobles, chabacanos, inoportunos, vulgares y hasta innecesarios, diría yo. Sobre todo, en el mundo político donde unos zorros viejos critican a mozalbetes que mal o bien están aprendiendo el oficio. Sobre esto, me viene a la memoria el caso de un viejo dirigente político venezolano, quien hace ya algunos años, tildaba de “lechuguinos” a los noveles dirigentes de un partido político contrario.
En el mundo del lenguaje una de las primeras necesidades atendidas por el ser humano tiene que ver con la necesidad y exigencia de canalizar la irritación o el agrado que le sugieren o suscitan las personas y cosas que le rodean: así surgieron el piropo y el elogio, pero también la palabra malsonante, mezcla de imprecación, exclamación enojosa y blasfemia dirigida de manera indefinida y difusa a la divinidad, al destino o a quienes considera origen o causa de sus males. Tras este alumbramiento nació el insulto, que es criatura léxica del mismo cuero, pero dirigida a otro ser humano. Sin embargo, un insulto de calidad, bien pensado, utilizado en el momento oportuno y con profesionalidad, hace más efecto que mil expresiones mediocres.
Un buen día, el dramaturgo y premio Nobel de Literatura irlandés Bernard Shaw le envió a Winston Churchill, a quien detestaba, dos invitaciones para la premier de una de sus obras teatrales. Con las entradas iba una pequeña nota que decía: “Para que venga con un amigo, si es que lo tiene”. Poco después le llegó la respuesta de Churchill: “Me es imposible asistir a la noche de apertura, pero iré a la segunda función, si es que la hay”.
En una ocasión, un compañero de partido le comentó al político español Antonio Cánovas del Castillo: Don Antonio, ha pasado algo inconveniente, el señor Martínez Campos, tras proferir adjetivos que no le benefician a usted, se ha ido con Sagasta. A lo que Cánovas respondió: No se preocupe, el general Arsenio Martínez Campos es como las bombas: sólo hacen daño donde caen.
El escritor mexicano Héctor Anaya sostiene que insultar es todo un arte. Es un ejercicio que requiere de ingenio y un fino manejo del lenguaje. “Pero no me refiero al hecho de decir groserías, de soltar una palabrota altisonante, sino a la capacidad de colocar una idea con la eficacia de un buen cirujano, hundir el estilete exclusivamente en el órgano que quieres afectar”. En su obra, El Arte de Insultar, Anaya revisa los insultos creados por los más agudos ingenios de la Historia: “Algunos piensan que cuando aparece el insulto es porque se ha perdido la capacidad de dialogar o que se han agotado las posibilidades de expresión. Yo creo que no, solo muestra el ingenio de urdir una manera de atacar al contrario y un manejo singular del idioma”.
Anaya destaca que, entre los grandes insolentes de las letras españolas sobresale Francisco de Quevedo una de las mentes más lúcidas del Siglo de Oro. Se cuenta que en cierta ocasión apostó con un amigo a que llamaría “coja” a la reina delante de todo el mundo, remarcando su defecto físico. Quevedo se presentó en palacio con un ramo de flores, una de cada clase. Al agradecimiento de la reina por el detalle, el poeta replicó: ‘Señora, traigo un ramo que solo será el anticipo del que os traeré. Desconociendo vuestra flor favorita, entre el clavel y la rosa, su majestad escoja. Cuenta también el escritor que un día un comerciante se acercó al filósofo Sócrates para que educara a su hijo y le pidió un precio. Sócrates se lo dio y el comerciante le espetó: ¡Con ese dinero puedo comprar un burro! Sócrates le respondió: hágalo y tendrá en casa tres.