Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)
En el comienzo de un nuevo curso escolar, quiero insistir una vez más en que si una sociedad no educa bien a las nuevas generaciones no conseguirá ser más humana, por grandes que sean sus avances tecnológicos y su potencial económico. Para el crecimiento humano y social, los educadores son más importantes y decisivos que los políticos, los técnicos o los economistas. En consecuencia, deben ser reconocidos, valorados y remunerados según la transcendencia e importancia de su labor. Sin educación, no tendremos país, y con una pobre educación, sólo lograremos un pobre país. Si queremos que la educación contribuya a acabar con la pobreza, debemos primero acabar con la pobreza de la educación y la pobreza de los educadores.
Educar no es instruir, adoctrinar, o manipular. Educar es el arte de acercarse al alumno con respeto y con amor, para que se despliegue en él una vida humana. Educar es algo mucho más importante, difícil y transcendente que enseñar matemáticas, lengua, inglés, computación, robótica o geografía. Educar es formar personas, cincelar corazones nobles y generosos, ofrecer los ojos para que todos los alumnos, puedan mirarse en ellos y verse hermosos, valorados y queridos, y así puedan mirar la realidad sin miedo y a los otros con respeto. El educador es el partero del alma, el que ayuda a cada alumno a conocerse y quererse, el que otorga la energía y confianza para que cada persona desarrolle la semilla de sí mismo y alcance su plenitud.
La genuina educación está siempre al servicio de la vida y combate con decisión todo lo que la impide o asfixia. Verdadero educador es el que sabe despertar la riqueza que hay en cada niño o joven, en cada persona. El que sabe desarrollar no sólo sus aptitudes físicas y mentales, sino también lo mejor de su mundo interior y el sentido gozoso y responsable de la vida. Cuando en las instituciones educativas se ahoga el gusto por la vida, y los docentes se limitan a transmitir el conjunto de materias que a cada uno les han asignado (de allí, la palabra asignatura), se pierde “el espíritu de la educación”.
Por otra parte, la relación educativa exige verdad. Se equivocan los docentes que, para ganarse el respeto de sus alumnos, se muestran tan distantes o prepotentes, que llegan a ser temidos o aborrecidos por ellos. Lo que los alumnos necesitan es encontrarse con personas cercanas, cariñosas, sencillas, profundamente buenas. Se equivocan también los docentes que por miedo, o para ganarse el aprecio de las autoridades, se muestran sumisos y renuncian a la crítica y denuncia de todo lo que consideran injusto o inhumano.
En la verdadera relación educativa hay siempre un clima de alegría, pues la alegría es signo de creación, y en consecuencia, uno de los principales estímulos del acto educativo. Como ha escritos Simone Weil: “La inteligencia no puede ser estimulada sino por la alegría. Para que haya deseo tiene que haber alegría. La alegría de aprender es tan necesaria para los estudios como la respiración para los corredores”.
Ante la crítica situación de los educadores, a los que se les maltrata con sueldos de miseria, nos estamos quedando sin maestros o se está recurriendo a personas sin verdadera vocación ni la adecuada formación. Por ello, para salvar la educación y para transformarla profundamente para que responda a las inquietudes de los jóvenes y las necesidades del país, debemos trabajar muy duro en la formación de verdaderos maestros, hombres y mujeres que encarnan estilos de vida, ideales. Personas orgullosas y felices de ser educadores, que asumen su profesión como una tarea humanizadora, como un proceso de desinstalación y de ruptura con las prácticas rutinarias, autoritarias, domesticadoras. Educadores que buscan la formación continua, ya no para acaparar títulos, credenciales y diplomas, y de esta forma creerse superiores, sino para servir mejor a los alumnos, en especial, a los más carentes y necesitados. Los jóvenes inquietos y generosos deben entender que la profesión de educador es la más sublime y transcendental pues tiene como objetivo formar hombres y mujeres con hambre de aprender, honestos y responsables, y ciudadanos activos y solidarios. En definitiva, los educadores son los que construyen el corazón de la Patria.
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