Miguel Ángel Malavia
En este cierre del análisis de la ‘Rerum novarum’, la encíclica que publicó León XIII en 1891 y con la que nació la Doctrina Social de la Iglesia, una de las principales conclusiones es que, en un momento de “contienda” social, cuando el mundo estaba a punto de saltar por los aires, estábamos ante un Papa que clamaba que “la amistad” entre ricos y pobres sabía a “poco”, siendo la gran meta que se unieran “por el amor fraterno”. Y es que “la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para llegar a la curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina”.
¿Cómo? Desde la conciencia de que, “cuando se trata de restaurar las sociedades decadentes, hay que hacerlas volver a sus principios”. Así, con el fin de desterrar la “corrupción” y apostar por la “curación”, el camino pasa necesariamente por “el retorno a la vida y a las costumbres cristianas”. Una actitud que “reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y la sed de placeres”. Porque la verdadera felicidad pasa por estar “contentos con un atuendo y una mesa frugal”, viendo un bien en “el ahorro” y alejando “los vicios, que arruinan no solo las pequeñas, sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios”.
En ello, el mejor espejo es “el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos”. Un tiempo en el que, “frecuentemente, los más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer” a los otros y, como muestran los Hechos de los Apóstoles, “no había ningún necesitado entre ellos”. Esa es la sociedad perfecta. Volver a ella es la sanación y la disipación de la guerra.
Ahí, claro, puesto que estamos ante sociedades plurales y organizadas en torno a instituciones, “queda por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado”. En ese sentido, se aspira a que “brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que este es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes”. “Velar por el bien común” y por la “justicia distributiva” es su “propia misión”, y no otra. Es decir, “los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros”… Pero sin que “ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado”.
En “la tutela pública”, para que “las cosas estén en paz y en orden”, la Administración “debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes”, pues no se puede “quitar a otro lo que es suyo”. En el caso de los obreros, a estos se les llama a, “bajo capa de una pretendida igualdad”, no “caer sobre las fortunas ajenas”. Una andanada contra los que, “imbuidos de perversas doctrinas y deseosos de revolución, pretenden por todos los medíos concitar a las turbas y lanzar a los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y, frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de las rapiñas de los legítimos dueños”. En este punto también se condena “la clase de huelga” (no la pacífica) en la que “no escasean la violencia y los tumultos” y que, al final, “perjudica a los patronos y a los mismos obreros”.
Pero al Estado, de cara a poner “límites” a los ricos, también se le exigen deberes. Y muchos. Como garantizar “los bienes del alma” y asegurar “la necesidad de interrumpir las obras y trabajos durante los días festivos”. Porque el descanso, “consagrado por la religión”, llevó a que incluso se lo exigiera Dios, quien, en la tarea de crear el mundo, “descansó el séptimo día de toda la obra que había realizado”. Así pues, el domingo libre, para poder participar en la Eucaristía (y estar con la familia y uno mismo), es una conquista social de la Iglesia.
A continuación, el Papa reglamenta con exhaustividad otros derechos a garantizar para los obreros, como el “límite de horas” en la jornada laboral; la vigilancia especial de las tareas encomendadas “a las mujeres y los niños” (el trabajo infantil, incluso en minas, era una realidad muy extendida entonces); la exigencia de un “salario justo” por lo trabajado y certificado en un contrato que pueda ser cerciorado por “un juez equitativo”; o la idoneidad de que “la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de los impuestos”.
Pero hay otro aspecto fundamental: la llamada a crear “sociedades de obreros” que, herederas de los “gremios” medievales, “son muy convenientes” y a las que “asiste pleno derecho”. Una luz que se concretó en los muchísimos sindicatos obreros católicos que tanto bien hicieron… y hacen, cogiendo hoy su testigo entidades como la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) o la Juventud Obrera Católica (JOC). Al Estado se le reclama que “proteja estas asociaciones” y “no se inmiscuya en su constitución interna ni en su régimen de vida”.
De ahí la conclusión final: “La religión es la única que puede curar radicalmente el mal”. Por lo que “todos deben laborar para que se restauren las costumbres cristianas”. No es altanería, sino un deseo radical de que los ciudadanos “luchen con todas las fuerzas a su alcance por la salvación de los pueblos y que, sobre todo, se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los demás, desde los más altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes”.