EL ADN DE VALERA | Por: Francisco González Cruz

Francisco González Cruz

El ADN es la información genética que permite el funcionamiento, el desarrollo de los seres vivos y permite que las generaciones siguientes tengan las características que le son propias. En el caso de una ciudad el símil con el ADN viene dado por la información de su nacimiento, su comunidad humana, su asentamiento físico, su infraestructura característica, las relaciones entre las personas y su medio ambiente y todas esas características que le dan una identidad, una cultura.

El ADN de Valera está fundamentalmente dado por las circunstancias de su nacimiento. A principios del siglo XIX en la terraza de Valera existían algunas fincas que producían maíz, caraotas, caña de azúcar, cambures y plátanos, algodón y pastizales para algún ganado. Aquí y allá raleaban unos ranchos de bahareque y paja. Era un lugar esplendido de amplia meseta, con tres ríos – Motatán, Momboy y Escuque – que aseguraban buen abastecimiento de agua, con hermosos alrededores, un clima benigno y una localización en pleno centro geográfico de estos territorios, que sin embargo pasó desapercibido para los indígenas y los conquistadores, o lo esquivaban, y no se había creado un centro poblado como las aldeas primitivas o las ciudades coloniales como Escuque, Trujillo, Boconó, Betijoque, Carache y muchos otros centros poblados de la antigua provincia de Trujillo.

Valera nació de unas conversaciones en un ambiente de confianza, pero en circunstancias nada favorables. Empezaba la Guerra de Independencia, tan feroz en tierras trujillanas, cuna de la Guerra a Muerte, y todos los centros poblados estaban en armas, pero Valera no existía. Justo en esos años se le ocurrió a uno de los dueños de una finca, Don Gabriel Briceño de la Torre, de Mendoza Fría, que por aquí quedaba bien hacer una ciudad. Vislumbró la extensión de la meseta, buscó el mero centro y dibujó lo que podían ser la calles y avenidas, el sitio del templo, el de la plaza, la parcela para un futuro gobierno local y las destinadas a los futuros pobladores.

Gabriel Briceño de la Torre soñó la ciudad y sentenció su destino con una travesura lingüística: “Valera valerá”. Y puso manos a la obra. Se dispuso a donar terrenos y otros bienes y animar a la gente a compartir el sueño. Es posible que estas tertulias en torno a la idea se iniciaran en los tiempos paralelos al desencadenamiento del proceso autonomista de la provincia de Trujillo y luego la “Guerra a Muerte”, entre las familias amigas: Los Briceño de La Torre, los Terán, los Maya, Domingo de la Peña, Mercedes Díaz de Terán, el padre Manuel Fajardo, Candelaria Díaz de Vetencourt, Narcisana Briceño, Margarita de La Torre, los Hernández Bello, Don Ramón de la Torre, Don Domingo de la Peña, Don Antonio Nicolás Briceño Briceño, Don Felipe Carrasquero y otros.

Pero el centro no quedaba en lo propio sino en tierras de Doña Mercedes Díaz, entonces le dijo a Mercedes Díaz que regalara un terreno para el templo y ella así lo hizo. Los herederos de Mercedes no sólo ratificaron la donación, sino que la mejoraron y ampliaron, según documento del 25 de agosto de 1818, fecha importante en el nacimiento de la ciudad. En esas donaciones y en otras incluyendo las Gabriel Briceño de La Torre, están comprendidos los terrenos que van, en la toponimia actual, desde por el Norte más o menos la actual calle 7, hasta por el Sur la calle 10, y por el Sur la calle de Páez o calle 10, por el lado Este el “Zanjón El Tigre” más o menos la avenida Bolívar; por el Oeste la avenida 13.

El Presbítero Dr. Manuel Fajardo y el propio Dr. Briceño de la Torre delinearon la ciudad posible y señalaron: aquí va el templo, allí la plaza/mercado, allá la casa de gobierno y distribuyeron el resto para la construcción de las casas. Con la venta de las parcelas y otras donaciones levantaron la iglesia de San Juan Bautista, organizaron la plaza y el mercado y dispusieron las primeras calles. Más tarde, en 1891, se incorpora el Llano de Sam Pedro, por compra de la municipalidad (20.000 Bs.) presidida por Juan Ignacio Montilla a Victoria Carrasquero, viuda de Juan Pablo Labastida Briceño.

Todas estas conversaciones y diligencias culminaron el 15 de febrero de 1820 con la creación de la parroquia eclesiástica de San Juan Bautista de Valera. Nacía así formalmente Valera, con las cuatro funciones principales organizadas por sus primeros vecinos: el templo para el encuentro ante Dios, dar gracias y solicitar favores; la plaza para el encuentro cordial de los vecinos y el intercambio de bienes y servicios; la casa de gobierno para el encuentro ciudadano, elegir sus representantes para la ciudad ordenada; y la residencias para convivir juntos, con casas pegadas unas a otras y dejar la dispersa aldea atrás.

Luego otros vecinos y sus representantes ampliaron su extensión, construyeron el acueducto, hicieron escuelas, edificaron el hospital, pusieron telégrafo y teléfono, levantaron teatros, fundaron clubes, establecieron fábricas y lugares de comercio y ese portento cultural que fue y debe seguir siendo el Ateneo de Valera.

Algunos gobiernos ayudaron, otros fueron indiferentes y otros francamente estorbaron, pero la ciudad cogió impulso y fue “dinámica y progresista”, y su influencia se extendió mucho más allá de sus linderos, incluso más lejos de los límites trujillanos. La ciudad toda se convirtió en lugar de encuentro, y aquí llegaron, desde de los cuatro puntos cardinales de Trujillo, Venezuela y del mundo, muchas personas a quedarse o a hacer diligencias. Y así durante varios años Valera respondió cabalmente a sus desafíos. La celebración de su sesquicentenario fue una expresión cabal de esa impronta valerana. La celebración del Bicentenario no lo fue tanto, a pesar del serio esfuerzo realizado por un buen grupo de ciudadanos y sus instituciones, todo de los cual queda registro gracias el grupo Voces de Valera.

Esa es la impronta de la ciudad, una ciudad hecha mayormente por su propia comunidad cívica, por sus pobladores, sus ciudadanos, sus mujeres y hombres emprendedores. También por algunos de sus gobernantes que la ciudad recuerda con particular reconocimiento.

Pero la ciudad tiene que enfrentar su desafío de ponerse a la altura de su ADN y les exige a sus ciudadanos que asumamos esa responsabilidad como lo asumieron los primeros valeranos en los tiempos fundacionales, a pesar de los dolores de parto de la nueva república, naciendo al mismo tiempo que nacía Valera. Hoy están más claros los caminos que debe seguir una ciudad para que sea exitosa.

Valera es lugar de emprendedores, lugar de encuentro, lugar de iguales en la diversidad, pero la ciudad exige una transformación creativa, en el camino de que sea más grata, más bonita y más eficaz. La cultura que define a nuestra ciudad nos dice que venimos del empeño creador de los ciudadanos, del trabajo en equipo basado en la confianza y del esfuerzo que la hizo posible. Hoy nos toca estar a la altura.

 


 

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