La historia comienza en la Italia de finales del siglo XIX. 1897 para ser exactos. Un grupo de habitantes de un pequeño pueblo de la Isla de Elba ha decidido hacer nueva vida en un lugar remoto llamado Venezuela. Uno de quienes parten es un hombre joven. Músico para más señas. Director de la pequeña banda del pueblo.
El hombre, con el apoyo de su esposa, ha decidido llevarse consigo los 46 instrumentos de viento que, como bien supone, son los que pueden soportar en mejores condiciones el largo viaje a través del Atlántico hasta la costa norte de Suramérica. Los toma uno a uno, trompetas, cornetines, trombones, cornos, flautas, bombardino, clarinetes, los envuelve con sumo cuidado y sale de Marciana Alta, que como su nombre lo indica, es un pequeño poblado de montaña, cargando con uno de los más sui generis y felices equipajes que pudiese llevar alguno de los miembros del grupo de elbanos que a partir de ese momento quedarán convertidos en emigrantes.
La siguiente escena ocurre en otro pequeño pueblo de montaña, pero esta vez a miles de kilómetros y en otro continente. Se llama Monte Carmelo, en el estado Trujillo, Venezuela. A la larga travesía de meses en el vapor transatlántico hay que añadirle una sacrificada movilización a lomo de bestias desde el calor sofocante de Puerto Cabello, a orillas del mar Caribe, hasta el frío amigable de las montañas de los Andes trujillanos, que el grupo ha previsto como destino final.
En la bonita casa de Monte Carmelo, con patio interno y pasillos aledaños, ahora el hombre desempaca, otra vez uno a uno, los instrumentos. Los coloca en orden sobre una mesa y al día siguiente llama a los pocos músicos que vinieron con él desde la lejana Italia para comunicarles la decisión de echar a andar una nueva banda. Como aún quedan 40 instrumentos sin ejecutantes, se proponen de inmediato reclutarlos entre los hombres del pequeño poblado y a los pocos días la casa ya se habrá convertido en una ruidosa y febril escuela de música.
En asunto de meses la tarea está hecha. Los músicos nuevos junto a los más experimentados ya son capaces de interpretar correctamente un repertorio mínimo y la Banda Filarmónica de Monte Carmelo, que así se llamó y se sigue llamando hasta hoy, da su concierto inaugural. Todos en el pueblo asisten y al final aplauden deslumbrados.
El hombre que la ha fundado está feliz junto a su esposa y sus pequeños hijos. Algunas veces, juntos, recuerdan la tarde cuando se casaron en una iglesia frente al puerto de Livorno, ciudad a la que solían visitar por sus temporadas de ópera que tanto disfrutaban. En ocasiones, ella canta piezas de Verdi y de Puccini que se ha aprendido de memoria. Pero la nostalgia siempre dura poco porque, en asuntos de música, en Monte Carmelo hay mucho trabajo por hacer.
La banda es un éxito. Y su conductor un incansable, para decirlo en términos del presente, emprendedor artístico. Nadie sabe cómo, con las dificultades de transporte de la época y los costos que representa movilizar al grupo, la Filarmónica comienza a hacer exitosas giras por los estados vecinos. Se reclama su presencia en pueblos de Trujillo, Mérida, Táchira y Lara e incluso, desde el distante estado Zulia.
El director pleno de entusiasmo va desarrollando un plan tras otro. La casa es un hervidero de actividad. Ahora el músico que ha echado raíces realiza orquestaciones del repertorio sinfónico universal. Hace arreglo de piezas de Verdi y Mascagani, se atreve incluso con Beethoven y Mozart, para que puedan ser interpretados por la banda local.
Luego le toca a la ópera. El director enseña canto lírico. Ensaya actuaciones. La primera puesta en escena, La Traviata del gran Verdi, rompe una tarde la monotonía del sosegado pueblo. Siguen montajes de Shakespeare. Más tarde los clásicos castellanos. El hombre, con sus propias manos diseña el vestuario, arma y pinta los decorados, cose el telón. La noticia de lo que está ocurriendo en Monte Carmelo se deja llegar hasta Valera, Betijoque, Trujillo y Escuque. Todos quieren venir a verlo.
No sólo se transforma el pueblo, la casa también. El hombre, siempre con el apoyo de su esposa tan entusiasta como él, convierte el patio trasero de la casa en una especie de sala de conciertos presidida por un pequeño escenario de tablas y uno de los cuartos deviene en depósito de vestuarios, escenografías, instrumentos y partituras.
Un día cualquiera decidió que el espacio necesitaba más fuerza teatral y decide incursionar en la escultura. Con sus propias manos moldea cuatro bustos que colocara en los aleros del patio que desde entonces estará presidido por las imágenes de Verdi, Dante, Bocaccio y Petrarca.
Una tarde regresa de Valera desmesuradamente feliz. A lomos de una mula que le acompañaba trae un aparato que, dice, lo dejará aun más deslumbrados que la banda y las representaciones de ópera. Es un proyector de cine. Y esa misma noche, cual escena de Cinema Paradiso, utilizando como pantalla el blanco muro posterior de la casa, casi todos los habitantes de Monte Carmelo, con la boca abierta y sumidos en un gran silencio, entraban agradecidos al reino mágico de las imágenes en movimiento probablemente de la mano de Charles Chaplin. La casa, que ya era escuela de música, sala de conciertos, de teatro y de ópera, a partir de esa noche sería también sala de cine.
Como toda historia de vida tiene que tener una parte triste, un día el hombre, que ya tenía 75 años, enferma y muere. Pero por razones del azar salvo que como decía Borges, lo que llamamos azar es producto del infinito desconocimiento de las reglas que rigen el destino, no había transcurrido un año cuando un nuevo nieto nace en Valera.
El nieto crece sin sobresaltos, en la bucólica vida de los años 1930 de la segunda ciudad trujillana. Hasta que un día la enfermedad llega al hogar. Uno de los hermanos contrae tosferina, por entonces causa común de mortalidad infantil, y los padres para protegerle deciden enviarle a la vieja casa de Monte Carmelo. Así, además, le dicen, le hará compañía a la abuela todavía triste por la muerte del abuelo.
Aquel momento, lo sabemos ahora, es decisivo para el futuro y las vocaciones de aquel jovenzuelo. Apenas llega a la casa, un descubrimiento tras otro le conmueve y entusiasma. Primero se encuentra con el patio trasero y su pequeño escenario de tablas. Luego entra en el cuarto depósito.
Abre escaparates y baúles, revisa el telón y los decorados, palpa los trajes y otros vestuarios, encuentra los restos de un proyector de aquellos que cobraban vida con una manivela. Revisa partituras. Y así, de improviso, comprende que ha entrado, para no abandonarlo jamás, en el mundo fascinante del abuelo.
Con las explicaciones generosas de la abuela, los relatos de los músicos y amigos que todavía vivían, los datos precisos de la tía Alide, hermana mayor de la abuela y directora de la escuela del pueblo, el nieto entiende a cabalidad, deslumbrado, como quien ha hecho un gran descubrimiento, la figura prodigiosa, tenacidad y sensibilidad creativa del abuelo. Una presencia y una admiración que le acompañaría para siempre.
La abuela resulta tan prodigiosa como el abuelo. Le enseña al nieto muchas más cosas. Una mantelería finísima que había viajado desde Italia junto a los instrumentos. Los pendones de Garibaldi que el abuelo había heredado de su padre. Una colección de libros maravillosos escritos en italiano dedicados de puño y letra de sus propios autores. Y, lo más atractivo para el chico, todas las ediciones originales de los libretos de Ricordi.
La cuarentena se alarga y el nieto pasa largas horas con la abuela que se sienta por las tardes a traducir al castellano aquellas obras de Verdi y Puccini que sabía de memoria. La abuela canta, el nieto memoriza. Y así fue por años. Hasta que un día también la abuela muere. A diferencia del abuelo es longeva. Se va a los 90 años.
El nieto creció y como es de suponerse, a partir de los nueve años, se hizo músico. Como se estilaba en la época, se fue a Caracas donde también se graduó de economista. Muy joven se ganó el Premio Nacional de Composición. Hasta que un día, siempre marcado por la memoria de aquel cuarto mágico que abrió en Monte Carmelo, decidió que más que un gran director o un excelente compositor iba dedicar su carrera a educar para la música, que es también educar para la vida, a la mayor cantidad de niños y jóvenes que pudiese.
Era, creyó, y por suerte para todos lo creyó con pasión absoluta, el mejor homenaje que podía hacerle a aquel abuelo alucinado que viajó con sus instrumentos a través del océano para enseñar música en un pueblo venezolano tan pequeño como su Marchanda natal.
El abuelo se llamaba Antonio Anselmi Berti, pero todos se dirigían a él como don Tonino. La abuela, Duilia Garbatti. Y el nieto, José Antonio Abreu, es el fundador del Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela, una de las experiencias de articulación entre arte y desarrollo social, de formación musical masiva y de calidad, más importante del siglo XX universal, a quien tengo en este momento frente a mí, en el austero despacho del Parque Central, en Caracas, desde donde dirige el Sistema, contándome estas historias de vidas buenas y herencias sabias con los ojos y el rostro inundado de dulce alegría.
Antes de despedirnos me cuenta que la abuela se fue de este mundo de un modo original: cantando en su lecho de muerte, con sonora y serena voz.
(28/06/2012)