Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)
Para salvar la educación que hoy agoniza y para convertirla en un medio imprescindible para el desarrollo humano, económico y social, necesitamos educadores con vocación, que gozan con lo que hacen, que acuden con ilusión, “con el corazón maquillado de alegría”, a la tarea difícil pero apasionante de educar. Educadores que entienden y asumen la transcendencia de su misión de construir personas y humanizar la humanidad. Educadores que aman apasionadamente su trabajo y provocan en los estudiantes las ganas de ser y de aprender porque son ellos y ellas apasionados del aprendizaje permanente, tienen un hambre insaciable de crecer como personas y de aprender permanentemente, pues cada nuevo aprendizaje, en vez de satisfacer su hambre, se la estimula. Por supuesto, esto sólo será posible si los educadores son respetados, valorados, y pagados adecuadamente, según la importancia y trascendencia de su labor. Pagar sueldos de miseria a los educadores supone desconocer la importancia de su labor y elegir el camino del subdesarrollo, la marginalidad y la violencia.
En su novela póstuma “El primer hombre” Albert Camus, filósofo y escritor francés, premio nóbel de literatura, recuerda con especial cariño y agradecimiento a uno de sus maestros, el señor Germain: “Después venia la clase. Con el Sr. Germain era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo… En la clase del sr. Germain la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En las clases del Sr. Germain sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo”.
No es fácil ser hoy en Venezuela un maestro apasionado, dada la difícil situación que les toca vivir, pero no hay duda de que los hay, que asumen con entusiasmo su labor, no se rinden ante las dificultades e incluso siguen subvencionando con su esfuerzo y sacrificio la educación de sus alumnos. No llevan medallas en el pecho, no son reconocidos ni premiados, pero son unos verdaderos héroes, que alimentan con sus vidas el corazón de la Patria. Sus clases son un viaje de aventuras por terrenos desconocidos, y el aprendizaje es siempre el descubrimiento de un nuevo tesoro que alimenta la autoestima y llena de alegría.
Todos ellos muestran un gran amor a su profesión y un gran amor a sus alumnos. Por ello quieren que vivan felices, dejan en sus casas los problemas y procuran que las clases sean divertidas y amenas. Nunca ofenden o humillan a alguien, privilegian a los alumnos con mayores dificultades y conciben los errores como obstáculos a superar en el camino, como retos a enfrentar entre todos. Por ello, no los castigan.
Los maestros apasionados creen en las posibilidades de superación de cada alumno, se alegran con sus éxitos, aunque sean parciales, y están siempre dispuestos a dar una nueva oportunidad. Se preocupan también por cómo y qué enseñan y quieren aprender más acerca de ambas cosas con el fin de ser cada vez mejores, para así poder ayudar más eficazmente a sus estudiantes, en especial a los más carentes y necesitados. Porque tienen un hambre insaciable de aprender, provocan las ganas de aprender en los demás. Para estos educadores, la enseñanza es una profesión creativa y audaz y la pasión no es una mera posibilidad, sino una realidad tangible.
En definitiva, los maestros apasionados son los que aman de manera absoluta lo que hacen. Enseñan a aprender y enseñar a ser, vivir y convivir, pues el verdadero objetivo de la educación, y en consecuencia la principal tarea de los educadores, es enseñar a vivir con autenticidad, a ser dueños de la propia vida, para convertirla en don y servicio a los demás.
@antonioperezesclarin
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