Las Navidades venezolanas nos han dejado bellas -y deliciosas- tradiciones. Una de ellas es el dulce de lechosa. No hay cosa más rica que saborear uno después de comerse las hallacas de la mamá o de la abuela. Este año muchas familias dejarán de comer hallacas porque no les alcanza el dinero. Tal vez la primera vez en muchos años o en su vida entera. La hiperinflación acabará con nuestras Navidades y todo lo que pueda significar celebración. Más cuando la mayoría de nuestros festejos –tal vez por nuestra herencia mediterránea- se llevan a cabo alrededor de una mesa. Muchos venezolanos no podrán celebrar porque no tienen comida ni dinero para comprarla.
Y es que en la vapuleada Venezuela de hoy, aun cuando haya dinero, no hay motivos para celebrar. ¿Quién puede celebrar cuando hay gente muriendo de hambre? ¿Quién puede celebrar que haya personas revisando la basura de otros, a ver qué encuentra? ¿Quién puede celebrar cuando hay gente muriendo de mengua por falta de medicamentos para condiciones crónicas? ¿Quién puede celebrar sabiendo que han fallecido por desnutrición varias decenas de niños? ¿Quién puede celebrar mientras la desesperación se desparrama, la angustia se hace crónica y la desesperanza incurable?…
Pero aún hay gente que celebra. Atónitos, por decir lo menos, los venezolanos hemos sido testigos de fiestas rocambolescas –las fotos con todo desparpajo circulan por las redes sociales- donde el güisqui de 18 o más años ha corrido como agua, los anfitriones e invitados se han fotografiado metidos en jacuzzis –caprichos de millonarios- departiendo alegres con pre o post pagos semidesnudas. No estoy juzgando sus estilos de vida. Simplemente me molesta la hipocresía, esa abierta contradicción entre lo que dicen y lo que hacen, sus discursos de solidaridad social y sus vidas disipadas, gastando el dinero que no se han ganado y que tanta falta le hace a un sinnúmero de venezolanos de bien.
También hemos visto en cadena nacional celebraciones de cumpleaños donde nos han restregado en la cara lo poco que les importa la desgracia ajena, con baile incluido. ¡Hay que ser bien insensible ante el sufrimiento para ponerse a bailar y que encima todo el país se entere!
El tema de la sensibilidad es delicado. Porque para que alguien tenga sensibilidad se requiere que primero sienta empatía. Y hay personas que no sienten empatía por nadie. Los asesinos, por ejemplo, no tienen el más mínimo remordimiento de conciencia de haber matado a uno o a muchos inocentes. No se conduelen ante el infortunio o la tristeza de otros. No sienten desasosiego. Son sociópatas, antisociales o sicópatas. En cualquiera de los tres casos, la ausencia de empatía es el denominador común. Durante la II Guerra Mundial, los nazis asistían a celebraciones después de haber torturado y asesinado a miles de judíos. El proceso de deshumanización de las víctimas era total.
Por eso el dulce de lechosa es tema aparte. Desde aquella vez que alguien se comió uno para celebrar, el dulce de lechosa se convirtió en un símbolo de la celebración tácita. No importa que sea o no Navidad. Con tantas desgracias que hemos vivido este año, mi alma necesitaba un dulce de lechosa y la Providencia me lo otorgó… Sientos chadenfruede, como la llaman los alemanes. ¡Dieciocho años! Dieciocho largos años en este tormento. Dieciocho desesperantes años. Dieciocho agobiantes años. Pero apareció una luz al fondo del túnel, un acto de justicia… ¡y me comí un delicioso dulce de lechosa!
@cjaimesb