Dualidad patente del Dr. José Gregorio Hernández

Isaías A. Márquez Díaz

Fue un hombre excepcional en sus virtudes, pero terrenal como todo humano. Su personalidad y/o aspecto mundano no resta de manera alguna su condición de santo. Se le reputa como uno de los médicos más prominentes del país, quien trajo el primer microscopio que llegó a Venezuela. Se especializó en París, Madrid, Berlín y Nueva York; pionero de la medicina moderna en Venezuela: fundador de las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología de la UCV, en virtud de lo cual era políglota; además, músico y de conocimientos teológicos muy profundos. Quizá por su intento doble de ordenarse como sacerdote se mantuvo célibe, aunque vestía bien y muy elegante.

Se distinguió como docente e investigador de nuestra alma máter.

Fungió como médico de cabecera de Juancho Gómez, hermano del general Juan Vicente Gómez, a quien asistió por un problema de salud muy delicado, cuya receta tuvo éxito; el costo de sus honorarios, tan solo cinco bolívares (un fuerte), tarifa que aplicaba a todo paciente atendido, salvo los pobres y/o ancianos.

Su beatificación continúa diferida. En tiempos tan inciertos y convulsos, tal y como ahora se vive en Venezuela, su nombre es factor de unidad y devoción, no solo en el catolicismo venezolano, sino en términos de identidad nacional.

Aparentemente, el suicidio del doctor Rafael Rangel, quien presentaba cuadros depresivos agudos, quizá haya refrenado su santificación, así como los rituales que le practican en las sesiones de espiritismo y otras ceremonias folclóricas, por las que no debería continuar diferida su beatificación ya que sus cenizas se hallan a buen resguardo en la Santa Iglesia parroquial de La Candelaria en Caracas, donde su sepulcro recibe, a diario, sinnúmero de afectos por diversos milagros.

Por su devoción a la Virgen y amor a Dios, materializado en su filantropía, el centenario de su tránsito a la Eternidad, debería ser propicio para que la justicia divina decida su exaltación a los altares, desde donde su imagen merece relumbrar, ante los rituales de la religión que siempre profesó como católico practicante, amoroso de Dios y de todo prójimo necesitado en lo físico y en lo intelectual, con el respeto debido.

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