Don Ceferino Vergara vive / Por Pedro Hernández V.

Sentido de Historia

 

 

Un cuento para mi pequeña Roma

Esta maravillosa y presuntuosa historia que hoy os cuento no se sucedió en un lugar de La Mancha, ni en un lindo paraje conocido como – Almost Heaven o casi el cielo, localizado en los Montes Apalaches, tierra de los Siux, Virginia Occidental, EE.UU., lugar donde residí en el siglo pasado, ni en la histórica y milenaria Roma. De manera presuntiva y fascinante, tuvo lugar en un maravilloso y vasto territorio desde donde un pensador llamado Pedro Ortega Sotomayor, en 1638, se atrevió a hacer una proclama sin ningún temor a imprecar y dijo: “Desde este ángulo de la tierra es posible acceder al cielo”. Aquel lugar o aquella ciudad donde la magia, la imaginación y las fantasías de don Ceferino cobran vida, sin duda alguna, juradamente tiene su nombre tal cual como la milenaria, la que tuvo entre sus primogénitos a los gemelos Rómulo y Remo y le llaman “la pequeña Roma” o la «ciudad de las siete colinas”.

 

Para mayor gloria de Dios la suerte estaba echada y a bote pronto como Roma la originaria de aquel cruce de caminos de la Trasandina con su orgulloso pasado cuica, que se convirtió prontamente en un fascinante gabán para sus hijos y un placentero destino para muchos viajeros. José Saturnino Vergara del Pumar, hijo primogénito del personaje principal de esta trama, fue uno de ellos. Aquel fabuloso actor de reparto, en su espacio y tiempo, presumió en aquel entonces de ciertos definidos trazos que lo delataron como asombroso, extravagante, encantador y culto. Ese figurante personaje con su ingénito ingenio y un presunto linaje que le venían de sus apellidos, asentó la tinta y la letra de una maravillosa quimera que nos permite expresar que la imaginación es la más infinita forma de libertad que el Creador concedió al hombre.

A Saturnino Vergara del Pumar por lo de su apellido materno hasta se le llegó a relacionar con el Marqués José Ignacio del Pumar, marqués de las riveras de Boconó y Masparro, de quien José León Tapia en “Tierra de Marqueses” apuntó: “Que fue el hombre más rico del llano en tiempo de la colonia. Compró el título nobiliario de Marqués al rey con cincuenta cofres repletos de oro, adquirió en el mercado de esclavos de Caracas cuatro negros gigantes, todos iguales en tamaño para que lo llevaran alzado en procesión… de ese hombre se decía que era socio del diablo en su inmensa riqueza, se vio dueño absoluto de todo y sin la autorización del rey hacía justicia a su modo, se tragó leguas de tierra y fue gobernador de hombres, llanuras y bestias».

Saturnino con su fina pupila observadora creó con sus vivencias un bagaje de experiencias que no le cabían en su imaginación ni en su equipaje. Comprobó con la objetividad propia de los grandes histriones, que el hombre es producto de sus circunstancias y con gran precisión dejó para la posteridad muchas historias vivas que se creían olvidadas. Siendo una de la más conocidas la que protagonizara su padre, el gallero don Ceferino Vergara y sintiéndose testigo y parte de todas aquellas epopeyas, contaba:

Mi padre, Don Ceferino Vergara, fue un obcecado gallero y desarrolló destrezas excepcionales en lo que respecta al oficio. Algunos episodios de su vida de andariego fueron únicos y cuentan que en sus años mozos hizo honor a un viejo linaje del cual decía descender. Aunque no fue pariente directo de reyes o de algún célebre personaje con puerta franca en palacios, señaló una vez una remota y maravillosa historia que lo relacionaba con un ingenioso caballero. Tan inusual y fantásticas fueron las aventuras de aquel sorprendente hidalgo del que mi padre hizo alusión, que se requirió del genio de un tal Cervantes para relatar perspicazmente cada una de sus andanzas. Y al existir una máxima que la doy por buena por certera “de aquellos polvos vienen estos lodos” por analogía y por estar al tanto del cuerito que cubrió a mi padre, deduzco que Don Ceferino, al igual que aquel famoso personaje de la Mancha, también llegó a tocar el Edén y siendo así dejó para la posteridad cientos de sorprendentes y emotivos actos los cuales forman parte de su saldo de vida de sus haberes y deberes. En buen cristiano lector invisible todo en la vida se reduce a una simple acción contable, a un ejercicio matemático verificable, sin atajos y sin términos inquiridos y para que no quede ninguna duda de lo dicho, presto la prosa reflexiva del poeta Vallejo, quien una vez se refirió a la materia evaluada y dijo: “algunos nacen, viven y mueren, hay otros que nacen y no mueren y los hay que mueren sin haber vivido nunca”. Sin lugar a duda y como comentario pertinente al caso de ese saldo existencial del poeta peruano, rescato para mi padre el haber vivido con intensidad la vida y no haber muerto, porque dejó impregnada en el alma de su pueblo muchas leyendas que hoy recuerdo para ustedes y que me permiten afirmar que “Ceferino Vergara vive”.

Todo relato o historia por grande, pequeña, elocuente o única que sea, tiene sus esencias, sus planos, ritmos y ensueños, y quien les cuenta, sin ser o pretender ser Poe, ni Hoftmann, ni Greene, ni Adriano, ni el Gabo y con la modestia de un aprendiz que garabatea frases y que da vida al papiro, me he propuesto hacer magia con la palabra y con la gotita fría que viaja sin prisa, chispearé la luna y recordaré con mi aspaviento al inigualable Polibio, contador de historias vivas de tiempos idos, e intentaré poner en evidencia confidencias de grandes despertares e historias no contadas, no porque no hayan existido sino porque sus tramas se extraviaron en los vaivenes del tiempo. Para ello les invito a que cojan palco, preparen algunas palomitas de maíz, póngase cómodos y prepárense a vibrar y a degustar el dulce sabor de la gloria y el punto de encuentro entre la razón y lo inconcebible.

Atravesando Don Ceferino el agitado umbral de sus años mozos, señaló un día a uno de sus antepasados, un legendario guerrero con un corcel rocinante, flaco y galgo corredor con la estampa y el arrojo del Bucéfalo de Alejandro el grande, y la virilidad y el temperamento del Babieca del Cid, con armadura de hierro, lanza y escudo de armas de honorable caballero y a quien describió como un sujeto alto como un bucare, seco de carnes como un carruzo, de complexión recia, de rostro afilado como un cuchillo, con un estirado mostacho y con una puntiaguda barba, la cual con cierta frecuencia tomaba entre sus manos como punto de reflexión en su mundo de lucero, y aunque sus andanzas se conocieron después de sus cincuenta y hasta se desconocía su nombre, Don Ceferino juró por su madre y por un rimero de cruces que hizo con sus manos que su nombre no fue Alonso Quijano y con una casi entendible molestia exclamó: cuál Quijano del ciruyo, no sé de donde sacaría ese literato que narró sus aventuras aquel apellido, de tan poca monta sin pasado y sin gloria y para que no quedara duda de lo expresado con una sobrevenida comilla exclamó: “Aquel hidalgo caballero fue todo un Vergara de los de la Villa de Vergara, provincia de Guipúzcoa, vecinos del mar Cantábrico, los de lunar en el torso y orificio en la barbilla, rasgo únicos y fehacientes de originalidad en mi apellido”. Cuentan los que oyeron aquel relato, que mi padre en un punto de inflexión fijó su mirada al infinito, tomó un segundo aire y con un tropel desenfrenado de nostalgia recobró con la magnificencia del caso el tema de la conversación y contó: De mi lejano pariente escuché decir que fue un gran guerrero, madrugador, amigo de la caza, que luchó contra ejércitos enteros, derribó gigantes y enamoró a una hermosa mujer llamada Dulcinea, ya que solía decir que los caballeros andantes sin amor eran árbol sin hojas, sin frutos y cuerpo sin alma, combatió las injusticias y dejó para la posterioridad una hoja de vida que un famoso escritor rescató del inefable olvido.

Tozudo, valiente y atrevido fue aquel valiente caballero, expresó sin desparpajo y con una total modestia aquel atrevido parroquiano y como todo un pavo real que agita su colorida cola de abanico ante los sorprendidos rostros de vecinos y forasteros, observó con actitud grande y elocuente a su sorprendida audiencia, miró profundamente al azul intenso del cielo y con un profundo y enaltecedor epílogo citó parte de una de las más famosas frases de aquel sorprendente andariego. “Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos a donde saldrán a la luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro”. Hasta ahí recordó mi padre aquella cita. Esa asombrosa quimera comentó Saturnino, formó parte de la fascinante leyenda que acompañó a mi padre un día, no obstante, sólo lo comentó en algunos pasajes de sus años mozos y más no sé, o no estoy seguro por qué causa o razón no la mencionó en el vagón de la vida que compartimos y sólo la conocí de buena tinta, ya estando mi viejo disfrutando del eterno sueño de los justos. Ante ese extraño acontecimiento que narro, alertó Saturnino Vergara del Pumar, lleno de citas, de hechos insólitos, extravagantes y raros, sospecho y expreso que, mi padre en algún momento de su existencia de manera fortuita o dado bien por enterado, pudo haber sido un seguidor de René Descartes, filósofo, matemático y físico francés que hizo famoso el célebre principio “cogito ergo sum” “pienso y luego existo”, tratado que enuncia que todo lo que sucede en el mundo real sucede primero en la mente. Presumo que mi padre en algún momento, especuló y hurgó en profundidad ese filosófico dilema y convencido por la fuerza de los hechos reconoció que sólo existes si naces, vives y mueres, que el hoy está aquí y no en un retorcido lugar de la mente. Vuelto a la cordura mi padre, su razón debió elevarse nuevamente por encima de sus quereres, e infiero que allí puede estar la razón por la cual jamás comentó esa presunta historia en el vagón y en el soplo de vida que compartimos.

Reanudo una vez más el relato dando sentido y magia al ingenio de Don Ceferino y sin temor a equivocarme, alumbraré algunas perplejidades evidentes, ostensibles y obvias, tales como: es muy probable que Don Ceferino conoció en sus años mozos sólo una parte de la historia del caballero de la figura triste, por lo tanto ignoró que Don Quijote tenía sus sesos revueltos y el cerebro descompuesto, que sufría de delirios y que veía cosas que no existían frente a esas presunciones que acusó y en base a las experticias acumuladas y a los aperos del Sherlock Holmes que llevo puesto, también infiero: que Don Ceferino al no leer la obra, sino dado por enterado por lo que dijo algún confundido lector que no supo interpretar a Cervantes, ignoró detalles interesantísimos que transformaron a Alonso Quijano el verdadero nombre del hidalgo de la mancha en un temerario caballero, sobre todo el relacionado con la afición que éste tenía por leer libros de caballería o el haber heredado de su bisabuelo su viejo traje de guerrero. Del resto de la trama es obvio que desconoció que el gordito calidad que le acompañaba y que llevaba por nombre Sancho Panza, no era ningún espadero, era un pobre labrador que aunque estaba cuerdo sólo le llevaba la corriente, fascinado con la idea de que algún día le podría nombrar gobernador de algún territorio conquistado. En cuanto a la figura insigne que trastocó sus dulces momentos de locura y gloria, su emperatriz Dulcinea de Toboso, ésta sólo fue una campesina de la región de Toboso bien llamada Aldoza.

Finalmente y como epitafio en este relato, profiero que las batallas que libró Don Quijote por imponer justicia y castigar a insolentes trasgresores, todas fueron imaginadas, producto de un síndrome que he dado por llamar síndrome del encantamiento involuntario, el cual persigue con frecuencia a algunos desprevenidos lectores que se convierten en exploradores asiduos de algunos recurrentes temas y entre los cuales como cosa curiosa, reconozco a uno que vive en mi pequeña Roma, que se siente reencarnado nada más y nada menos que en Thales de Mileto, quien fue uno de los siete grandes sabios griegos; el individuo en cuestión con su patología involuntaria, ignora que el ser culto e ilustrado, no nos convierte en divinos, celestiales o milagreros, pues sólo somos portadores parciales de algunos conceptos de la cara oculta de la vida. El nuevo Thales de Mileto, al ignorar esa premisa y al presumir de sus hallazgos, luce sobrado, irreverente, docto e iluminado y presuntamente tiene tantos textos dentro de sus neuronas que se le dificulta aterrizar y comprender que la vida es el arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes.

Wo kura kui on kiu kiai (Dios se lo pague en lengua cuica) por leerme.

 

 

Salir de la versión móvil