Justamente a la hora que marca la frontera entre la mañana y la tarde y una vez concluido don Ceferino su acostumbrado protocolo de ida de su oficio de gallero con un gallo de regular tamaño, con ojos saltones, de pico largo, con puyas bien afilada y pecho fuerte y batiente, sin gracia ni mucha facha, con cara de fanfarrón para no decir de fato se despidió de su amada. Sofía le abrazo y le despidió tiernamente y tal cual como solía hacerlo siempre, le recordó un viejo presagio que siempre iba y venía en cada tarde de riñas: “Tranquilo viejo que en cualquier momento te transformas en el mejor gallero del mundo”. Aquella repetida y anunciada sentencia sonaba una vez más como música para los oídos de Don Ceferino quien, aunque sabía que deseos no eran primores, sentía que en algún momento se podía hacer realidad aquel repetido anhelo. Aquel gallero de la pequeña Roma, de vieja data, de juego y cuento, que había aprendido a volar y elevar su vuelo y que había aprendido a soñar y a vivir su vida aquella asoleada tarde, soltó las amarras de su balsa que eran los brazos de su amada Sofía, recogió el ancla, izó la vela, libero cabos, tomo el timón de su vida y se dirigió con vientos favorable a la arena de combate.
Aquel domingo de un año bisiesto la gallera estaba alborozada, expectante, con música y mucho ruido. Con aquel exaltante ambiente, don Ceferino entró en escena en aquel coso, tomó asiento en primera fila y se preparó a estar en las jugadas. La tarde transcurrió en la gallera entre riñas, algarabía, aplausos, quiquiriquíes, chimó, licor y apuestas y justamente a las 3.00 pm le llegó el turno de pelear al “Despreciado”, que era el nombre de pila del gallo de don Ceferino, y en una brava pelea, pareja y con mucha suerte, el giro logró vencer a un mensajero de la muerte, aunque quedó casi extinto y desangraba por su cuello, por su cabeza y su pecho, pero al zambo que enfrentó con una mortal puyada yacía mirando hacia adentro.
Fue un 14 de septiembre de aquel año bisiesto que llegó precisamente el tan ansiado momento que presagiaba Sofía, y en aquel supremo instante, aquella vieja letanía que tanto repitió en su puerta ya no era una quimera, ni era un vocablo vacío carente de contenido. En aquella recordada fecha, don Ceferino logró adquirir un pollo marañón que desde el principio de sus días demostró de qué pasta había sido hecho y por ser todo un prematuro picador, hubo de ser aislado del resto de los polluelos; era fuerte y arrogante, de pecho alto y saliente, de pico largo y fuerte, de mirada cruel y feroz, muy parecida a la del águila, las plumas parecían barnizadas y daban la sensación de estar acorazadas, sus espuelas eran fuertes y largas, y como había que ponerle un nombre, se le ocurrió a don Ceferino llamarlo “Moñito”, por tener un plumaje trenzado como corona en sus sienes.
Aquel prospecto en su primer año de existencia luego de ser desgolillado, desmaquillado y descrestado, y tras ser sometido a una dura y extenuante preparación, quedó como el campeón mosca local de aquellos lejanos días, el recordado Homero “Patachón” Mejía, con muy buena disposición al ataque, con buena respiración, con buenas extremidades y con muy buena resistencia. Moñito hizo su recordado debut un tres de mayo, el día de la Santa Cruz y con aquel prometedor contrincante con casta y con mucha facha, don Ceferino se jugaría el resto. Aquel bisoño virtuoso como todo joven verde en las primeras de cambio recibió algún castigo, más como todo un aventajado aprendiz, prontamente corrigió sus defectos y se transformó en un fantástico combatiente.
Aquel singular gallo comenzó a escribir su excitante historia y tras su cotizada clase y sus altaneros y presuntuosos gestos, vinieron aficionados de los cuatro puntos cardinales a presenciar sus encuentros. Moñito dentro de nuestras fronteras se convirtió “en todo un fuera de serie” y su fama y hazañas se escucharon por doquier. Numerosos apostadores vinieron de otros estados y países y trajeron a sus campeones, los cuales traían pedigríes, fortuna y toda una historia hecha, y el prospecto de la pequeña Roma, el de las Siete Colinas, un criollito muy bien hecho sin importarles sus razas, sus laureles y sus glorias, los enfrentó en buena lid, engallado, inmutable, inconmovible e impertérrito. También enfrentó rivales con nombres endemoniados en español o en otras lenguas, así pues, que venció al propio Diablo, al Destripador de Cariaco, al Vergatario de La Pomona, a Erik el Terrible; Atila, le terrible de París, The Damned, The Perverse y hasta al Espuela de Oro de Texas, y a todos ellos los mandó a dormir su sueño eterno. Y si lo que cuento de su fama luciera no ser suficiente, el hijo de don Ceferino, José Saturnino Vergara del Pumar, contaba una anécdota digna de ser narrada en todo un libro de cuentos: resulta que aquel campeón tras cada combate que hacia perfeccionaba sus instintos y afinaba sus talentos y en base a su arte, su magia y su ciencia creó una llave de sumisión denominada “la llave de Mandinga”, llamada así en honor a un príncipe Malí (Mandinka) que llegó a las riveras del Momboy como esclavo en tiempos de la conquista. Esa llave de sumisión requería de gran destreza, puntería y fortaleza, con una de sus alas ataba y la otra la utilizaba como un escudo protector ante cualquier amenaza de aquellas fieras anuladas, heridas o desfallecientes, y aprovechando el momento de sumisión del contrario, insistentemente picoteaba sobre la cabeza y el cuello y cuando sentía sus rivales subyugados o vencidos, subía una de sus patas sobre sus batidos cuerpos, observaba como todo un gladiador a los incrédulos presentes y entonaba un desafiante quiquiriquí, con el cual proclamaba: ¡Ahí tienen su gallo muerto!.
Contaba Félix Gallardo, un magnífico gallero del Filo de Montenegro, que el combate que colocó aquel campeón entre los inmortales fue precisamente el que libró con un gallo oriundo de Fort Worth -Texas, el cual venía precedido de un gran cartel lleno de títulos y leyendas. Era todo un campeón mundial, ya que había vencido a los mejores de su especie en Toledo, Andalucía, en Hong Kong, en París, en Manila, Arizona y New York, su nombre lo decía todo, “The Killer”, “El Matador”, todo un asesino en serie y su mayor fortaleza era un físico endemoniado que algunos especulaban que había sido producido como un híbrido para Hitler en un laboratorio nazi, mediante un extraño cruce entre una ave de rapiña y un gallo raza Brownred; que son ejemplares terribles que siempre presentan combate y que cuando están heridos, se asemejan a una bestia. Aquel asesino en serie poseía otros atributos que casi lo convertían en un ser sobrenatural: tenía unos fuertes músculos, con mucha fibra y potencia, tenía un pico, unas garras y unas espuelas sumamente afiladas con las cuales desgarraba y perforaba hasta los huesos. Al ver don Ceferino aquel dinosaurio terrestre que se asemejaba a un gallo, cruzó su mirada con Moñito y le dijo a su manera: ¿Te atreves a enfrentar a este asesino en serie? como señal de costumbre, el gallo dijo que sí con un movimiento de cabeza.
Se dio inicio a aquella riña, los gritos y la algarabía se apoderaron de aquel coso y aquel ejemplar fogoso traído de otros lugares voló como ave de presa y colocó sobre el dorso del peleador de la casa sus garras bien afiladas. El plumaje de Moñito, que por ser espeso y enmarañado había sido conservado para aquella muy especial riña, barnizado y resbaloso, casi le acorazaba y le salvó de aquellas garras que cuando se hundían en su cuerpo resbalaban y sólo plumas enmarañadas encontraban. El pupilo de la casa al verse comprometido ante aquella ave rapaz de instinto abellacado, puso en práctica las premisas que su dueño previamente había indicado y ante los volados por arriba le tapaba la salida, picaba y se retiraba, Moñito hacía que corría y de pronto se paraba y se convertía casi que en serpiente y como toda una cobra con un rítmico movimiento del cuello obnubilaba y picaba; una, otra y otra vez sacudía su cuerpo, desplegaba sus alas y sin ninguna piedad apuntaba y atacaba. Por supuesto, también recibió lo suyo como era lo esperado; ocho minutos y medio habían pasado desde que se había iniciado el combate y en un lapsus de Moñito “The Killer”, le clavó sus garras y le rasgó profundamente en el cuello, la barbilla, en el pecho y en la parte carnosa de sus extremidades. La atmósfera se tornó terrible, “Oh… no”, enmudeció la tribuna y todos miraron a Moñito que trastabillaba con sus piernas lastimadas y desorientado, acusaba el castigo que aquel “matador” le causara. Don Ceferino gritó fuerte: “Ahora es que hay gallo”, y le dijo a Moñito – “Campeón vos podéis ganarle, hazle tu llave maestra” y aquel gallo inteligente miró a don Ceferino y pareció haberle escuchado, se lanzó sobre su presa y como serpiente obnubilaba, trastabillaba y picaba, trastabillaba, picaba y salía y magistralmente como todo un gladiador ató con su ala derecha el cuello de aquella bestia y le sometió con fiereza y le picoteó intensamente en su cara y en su cuello; “The Killer” lucía impotente y sus garras, sus espuelas, accionaba pero el blanco no encontraba y por donde intentaba rasgar fallaba. La llave de sumisión Mandinga surtió el efecto deseado y el campeón mundial texano exhausto y moribundo cacareó un “Give up” (me rindo), que no funciona en una riña de gallos y cuando le sintió ausente, sin nombre, sin títulos, sin pedigrí, sin historia y sin gloria como todo un vencedor puso su pata derecha sobre el cadáver del giro y buscó con su mirada al propietario del ya extinto, al Texano Gliguer Pliger y le miró fijamente, sacó el pecho y su lengua y fuertemente entonó un recio y réquiem quiquiriquí y de aquella manera proclamó — ¡Ahí tiene su asesino en serie muerto!. Mr. Pliger perturbado, pálido e impotente lanzó un profundo quejido, una lágrima y un lamento y esta frase resignada con un hondo sentimiento — ¡Oh my God, unbelievable!, ¡Dios mío, increíble! y el trainer del ya extinto, el francés Henri Le Rennet con su voz entrecortada tocó uno de sus hombros y visiblemente impresionado le dijo: ¡It´s le diable! – keep calm Mr. Pliger, ¡Moñito is the best one! ¡Es el diablo!, tranquilícese Sr. Pliger, ¡Moñito es el mejor!
Los vecinos de aquella mágica ciudad conocida como la pequeña Roma o la ciudad de las siete colinas ante la fama lograda y ante la gran cantidad de peleas que aquel héroe había ya realizado, hicieron un público petitorio a don Ceferino Vergara y le pidieron un feliz retiro para aquel conciudadano. Don Ceferino consideró esa rogativa como todo un vituperio, ya que aquel zamarro marañón aún tenía mucho músculo, sapiencia y ganas no le faltaban. Mas en su soledad, el gallero y sintiéndose el mejor en su oficio tal cual lo vaticinó un día Sofía, puso a funcionar la parte del cerebro que reorienta nuestros actos y decidió juiciosamente atender dicho llamado y Moñito fue indultado como todo un toro de miura por su bravura y hechura.
Moñito por sus hazañas fue exaltado a la galería de los grandes y su estatua fue izada en un pedestal de mármol y como toda una famosa celebridad residió en vida en un palacio encantado que su agradecido dueño mandó a erigir en su honor; rodeado de jardines colgantes similares a los que el rey Nabucodonosor mandó a construir para su amada Amytis. Por aquel maravilloso lugar, digno de un cuento de hadas, desfilaron miles de curiosos y observaron en su interior aquel nuevo rey Midas, placiendo de una ostentosa vida, siempre rodeado de un harén de bellas pollas y de decenas de siervos.