Domingo de Pentecostés | Por: Antonio Pérez Esclarín

 

El Domingo celebramos la festividad de Pentecostés, la llegada del  Espíritu,  que se expresó como viento  y fuego, como don de lenguas donde todos se entendían a pesar de las diferencias; como huracán arrollador, que cambió a unos asustados apóstoles que estaban llenos de miedo y con las puertas trancadas, en unos testigos valientes, llenos de ímpetu y creatividad, que salieron a proclamar con valor y convicción a Jesús Resucitado y su evangelio.

Por ello, es fecha propicia para fortalecer  nuestra espiritualidad y pedirle a Jesús que nos envíe su espíritu. Frente a la concepción todavía muy extendida que entiende la espiritualidad como oposición a material, corporal, temporal, y que en consecuencia, tiene muy poco  o nada que ver con las actividades cotidianas, como el trabajo, el ocio  o la política,     la verdadera espiritualidad es una espiritualidad encarnada en el cuerpo, en la vida y en la historia:  espiritualidad de ojos profundos y contemplativos, capaces de ver con misericordia los rostros dolientes de los hermanos y las profundas heridas de la naturaleza; espiritualidad de manos parteras de la vida, trabajadoras y siempre tendidas al necesitado; de pies solidarios, capaces de acercarse al golpeado y herido; de oídos abiertos, atentos a los gritos de dolor y a las voces y cantos de los que  celebran la defensa de la vida; de boca profética que denuncia la injusticia y anuncia que el Reino ya está entre nosotros y nos permite sentir y gustar el sabor de la presencia de Dios; de entrañas de misericordia preñadas de vida; de corazón apasionado y valiente,  donde todos pueden encontrar cobijo y amor..

Para los cristianos, Jesús es el hombre lleno del Espíritu de Dios, ese Espíritu es la fuerza que renueva y cura la vida, el amor que lo transforma todo. Por eso Jesús se dedica  a liberar,  a curar y hacer la vida más humana.  Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría se apaga,  la esperanza muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad.

Tres son los rasgos esenciales de la espiritualidad de Jesús que debemos hacer nuestros: una gran intimidad con el Padre, que Jesús experimentó como ternura infinita; apasionamiento por el Reino, es decir por una sociedad justa y fraternal, y compasión eficaz a favor de los más débiles y necesitados. Y los tres rasgos se exigen mutuamente. El encuentro con la ternura infinita de Dios, Padre y Madre de todos y de todas,  suscita el apasionamiento por la fraternidad y el trabajo por el Reino, una sociedad justa y en paz.  Y esa ternura se hace compasión eficaz a favor de los necesitados, maltratados y excluidos que son los predilectos del Padre, y  primeros  en el Reino, no porque sean mejores, sino porque son los más débiles y vulnerables… Sólo desde la profunda comunión con el Padre misericordioso se puede comprender la opción  de Jesús, y en consecuencia también nuestra,  por los últimos.

Hoy  necesitamos en Venezuela  un nuevo Pentecostés que nos llene del Espíritu de Jesús  para que podamos entendernos a pesar de las diferencias, y nos impulse a trabajar con   valor y constancia  por un país reconciliado y próspero donde todos podamos vivir con dignidad y nos consideremos  conciudadanos y hermanos  y  ya no  rivales o enemigos. Sólo si nos llenamos del Espíritu de Jesús  podremos ser levadura en la masa de una sociedad enferma  donde languidece la vida, y muy necesitada de esperanza.

 


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