Por estos días conmovidos de virus, muerte cercana y dolor solidario, tuve oportunidad para volver hacia esta tierra trujillana de plurales querencias; fue un “buen viaje” desde Caracas, donde hemos estado retenidos de combustible y expandidos de deseos, para atravesar el paisaje que estos casi ochocientos kilómetros de carretera nos ofrece y deleita, además que nos trae reiteradas memorias de personajes, episodios, conversaciones y sueños de país, en diversos momentos de existencia sobre esta tierra. Hurgando en la casavieja de Isnotú, me topo en la pequeña biblioteca que hemos ido desarrollando, un volumen con dos libros “Mensaje sin destino. Alegría de la Tierra”; me aprovecho del título de este hermoso volumen de Mario Briceño Iragorry, para hacer estas palabras con el ánimo entrecruzado de alegrías y dolores de país, que parece envuelto en un destino trágico entre la precariedad arbitraria y el esplendor tropical que nos abraza en esta tierra-gente de abundancias en heroicas victorias y reiteradas derrotas a las esperanzas populares por justicia y libertad.
Esta semana se ha pasado entre el viaje, la atención a algunos asuntos particulares y la vuelta a este “Carmen de Yaya”, al que en el inicio de la década pasada dediqué tiempo y habilidades, junto a alarifes trujillanos, para construir “nuestro rincón”, donde albergar vida y amores procurando desarrollar el arte de habitar en gestos y cuidados bondadosos; de modo que cuando puedo retornar a este lugar me inundo de esa continua dinámica del morir para vivir en el renacer para morir, que nos vitaliza y vitaliza a la vida.
Aun cuando ha mejorado la conectividad, todavía hay dificultades para la continuidad que algunas tareas requieren; sin embargo he podido recibir a través de las redes, informaciones y comentarios que diversos eventos suscitan y que muestran facetas de nuestra alma colectiva en esta hora nacional, inmersa también dentro de esta crisis de civilización en la cual estamos envueltos como humanidad.
Hoy cuando la billetera nacional, que había sido engordada con el oro petrolero, se diluye por los caminos perdidos de la economía monetaria en los asedios derivados de arrogantes hegemonías y manifiestas incompetencias de conducción, atravesar el paisaje de Venezuela en el trayecto del viaje hecho, nos da muestra patética de esa irracionalidad introducida por la “ilusión de riqueza” petrolera, que nos hizo olvidar la tierra como valor esencial donde darle arraigo a los legítimos sueños de grandeza con sentido humano para Venezuela.
Desde Caracas a Valencia, atravesando los “valles de Aragua”, mirando la concentración humana y de inversiones diversas, hoy con poco uso o en abandono, incluyendo las elevadas construcciones para el ferrocarril de Puerto Cabello a Charallave, donde se concentró en la década anterior, una muy elevada suma del presupuesto nacional contabilizada en US dólares por millardos, con intención de fortalecer la red de transportación centro norte costera del país; recordaba mis viajes de niño al inicio de la década de los cincuenta, cuando junto a mi hermana y nuestra madre íbamos a visitar al abuelo en Valencia, para lo cual en la pequeña y romántica estación “Palo Grande”, cercana a la plaza Italia en la parroquia San Juan, abordábamos un “autovía” que a través de la trocha del “gran ferrocarril de Venezuela”, construido por los alemanes a fines del siglo XIX, nos llevaba en cinco horas de viaje, a través de paisajes de gran feracidad. El autovía era un pequeño tren de apenas dos vagones con motor que tenía un dispositivo de conducción por cada punta, una suerte de “culebra de dos cabezas”, que alucinaba a mi mente infantil al punto que algunas veces escapaba de la vigilancia materna para irme al espacio trasero donde el dispositivo no usado me permitía conducir mi propio tren de los sueños por el paisaje bucólico y pastoril.
Iniciado el viaje, la primera estación era “Antímano” donde resaltaba la “casa de campo de Guzmán Blanco” con su alero sobre el corredor limitado por cerca de madera con su pasamanos desde donde ver pasar los trenes; la próxima “Las adjuntas” un pequeñito pueblo donde se adjuntan las aguas de los ríos San Pedro y Macarao para hacer nacer al Guaire; desde allí el avance se hacía atravesando una larga secuencia de túneles oscuros a los que las viejas lámparas del vagón permitían abrir pasos de luz, hasta alcanzar el parque-estación de “Los Teques”. Desde allí remontar hacia Guaracarumbo para atravesar las montañas hasta llegar a la estación de “El Encanto”, bello parque natural y de solaz al que fuimos en más de un domingo sobre un tren de locomotora con chimenea de humo que halaba de diez a quince vagones del cual también nos habló Aquiles Nazoa y que finalmente se perdió, dejando solamente su presencia en la memoria del lamentable suceso del “tren del Encanto”; no fue la única y parece que tampoco la última, que rieles y material de ferrocarriles hacen rica chatarra para algunos y pobre memoria para la nación. Desde allí aquella trocha bajaba hacia Las Tejerías, El Consejo, La Victoria, Turmero, Maracay con sus torrejas a una locha cada una que ofrecían niñas de mi edad, luego atravesar La Cabrera y los pueblos de San Joaquín y Mariara para finalmente arribar a la estación “Valencia” entre los bosques del rio Cabriales.
En el inicio de la década siguiente, tuve ocasión de participar como encuestador en un estudio para el desarrollo de la zona industrial contratado por el Concejo Municipal de Valencia a una empresa francesa adscrita a la CNRS de ese país y luego, al viajar con frecuencia por la autopista y la carretera, ir constatando la ocupación progresiva de esas tierras de gran calidad agrícola, por la impermeabilización de nuevas urbanizaciones y zonas industriales que la política de sustitución de importaciones ubicó en esa “zona económica especial” como se les llama hoy, en renovada intención de “desarrollo y atracción de inversionistas”.
“Fue mucho el dinero que vino de fuera, pero inmediatamente ocurrió el proceso de retorno… apenas en años recientes hemos advertido cómo hacemos el juego del presunto rico que endosa al mismo librador el jugoso cheque con el que paga deudas de nueva urgencia. Nosotros no hemos hecho sino devolver a los países del capitalismo industrial el dinero que nos pagan por nuestro aceite. Y ello en razón de que no aprovechamos oportunamente la marejada de los millones para buscar de hacer con ellos más fecundas las fuentes de nuestra producción doméstica”; así se expresa en el “prólogo galeato” de “Alegría de la tierra”, que escribe y firma Mario Briceño Iragorry el 19 de abril de 1952. A lo largo de estos setenta años, se han hecho grandes discursos de independencia y soberanías, de la “gran Venezuela”, y “la Venezuela potencia” para desvanecernos en nuevas entregas de ventajas a cambio de ilusiones, mientras nos debilitamos y vivimos bajo la amenaza de nuevas mutilaciones al territorio de las esperanzas. ¿Acaso estamos condenados a un eterno retorno a la fantasía y la irracionalidad?.
Continúa el prólogo “Cada economía marca un carácter a la sociedad. Nosotros pasamos de la agrícola a la minera con tanta violencia, que se resistieron las propias fibras morales de la sociedad”,; desde los frutos de la tierra, nuestras crisis fueron creciendo y de modo particular, a partir de julio 1914 con Zumaque y después, en 1922 con el ya centenario reventón en “Los Barrosos”, nos precipitamos en la vorágine del abundante petróleo, convertido en única estrategia para impulsar el discurso de la propuesta de desarrollo por la direccionalidad gobernante, que ha desplazado la necesidad colectiva del desarrollo a escala humana, olvidando lo importante aunque aparezca pequeño, el cuidado urgente de las manos que trabajan los frutos de la tierra y preservan la buena semilla para la siembra, de la capacitación al ingenio para agregarle valor que alimente a todos y nutra las posibilidades a los más pequeños y de la amorosa atención de mujeres y hombres en la permanente tarea del cuidado de cada día. Hoy, primero de agosto, día de la Pachamama, ¡ con cuánta frecuencia, olvidamos la tierra y sus habitantes !.
Como siempre hay que apuntar a la esperanza que no debemos perder; desde el Japón Olímpico, los jóvenes de “la generación de oro”, aportan su esfuerzo con medallas de oro y plata y nueva marca mundial del salto triple por Yolimar Rojas, para general alegría, salvo alguna muestra patológica de amargura. Asimismo la imagen en redes, donde se ve y lee “de dónde viene el chocolate que ofrecen en el comedor de la Villa Olímpica de Tokyo 2020. El mejor cacao del mundo es el nuestro”, son aliento a nuestro potencial.
Inquietudes que escribo desde esta tierra que tantos migrantes movilizó a las zonas petroleras y sin embargo se mantuvo en rezago frente a la “entrada en la modernidad” de los principales centros del país, lo que le da hoy una cierta ventaja comparativa, porque aquí se han preservado algunos valores vinculados al trabajo, la familia y la siembra, que contribuyen a la Alegría de la Tierra.
Casatalaya, Trujillo 1 de agosto 2021