DIARIO DE LOS ANDES EN EL ANDAR QUE DIJO | Por: Raúl Díaz Castañeda

 

Con la misma esperanzadora alegría de aquel lejano 24 de agosto de 1978, cuando en medio de un alborozado aplauso de la sociedad civil de Valera, Diario de Los Andes ofreció a la ciudad el primer número de una trayectoria que hasta 2019 alcanzó más de doce mil ediciones en papel, este mes el gran periódico de la región andina, rodeado de sus amigos y lectores, sigue su andadura, sin claudicaciones, aunque no fácil. En aquella fecha lustral, su editor fundador, Eladio Muchacho Unda, dejó claros los principios éticos, profesionales y morales que regirían la línea editorial del Diario, que sería puesto, sin esguinces, solapas ni ambigüedades propicias a las quisicosas, al servicio de los más altos y prioritarios intereses del colectivo regional.

Aquel día histórico de la comunicación social en los estados andinos venezolanos, Eladio, inteligente y estudioso, economista con muy buena formación académica y absolutamente cristiano, reveló que el Diario era, para él, la concreción de una idea incubada  en los patios estudiantiles de la Universidad de Los Andes, al calor de su profesor Aníbal Miranda, economista talentoso y animador de propósitos de avance sustentables, quien le dijo que para el crecimiento comercial y cultural de Valera,  ya significativo, era necesaria la presencia orientadora de un periódico que fomentara una conciencia social y una ciudadanía responsable;  esto es, una equilibrada voluntad colectiva para el bien de todos, contrapuesta a las trapisondas del populismo político, las mentiras ideológicas sacralizadas, el vivismo folclórico y el manejo  de los asuntos públicos por  gobernantes no sólo  inescrupulosos, pillos en el sentido lato, sino con muy precaria escolaridad y, lo peor,  carentes de imaginación.

Con el primer Diario en sus manos, rodeado de los periodistas del cuerpo redactor, los trabajadores de la impresión, los técnicos y obreros del  mantenimiento y un numeroso público de invitados, colaboradores y gente del mundo cultural, Eladio, sin ocultar su emoción, repitió, con insistencia aleccionadora, que las páginas del Diario  en lo noticioso serían veraces, oportunas, profesionalmente tratadas y con el derecho de réplica en permanente vigencia; un claro compromiso social; las de opinión en lo regional abiertas a todas las ideas y tendencias dejadas a la responsabilidad del firmante, con la adición de artículos sustanciosos de pensadores de relieve internacional; las culturales priorizando los movimientos populares y los creadores regionales y fortaleciendo los vínculos institucionales con los ateneos, las universidades y las organizaciones de promoción social, y las de entretenimiento, más inclinadas a lo deportivo que a la farándula.   Entonces uno de los allí presentes me dijo que el propósito le parecía demasiado ambicioso. No lo fue: se quedó corto. Todos los trabajadores de la empresa se integraron en un armonioso cuerpo funcional bajo los principios establecidos en los fundamentos del Diario, haciéndolo una propiedad colectiva, una insólita pertenencia espiritual cuya afirmación los enorgullecía, un sólido capital social, una isla de cordura. Por eso, cuando la intolerancia decidió sacarlo de aquellos principios, Eladio  Muchacho prefirió la cárcel, que con dignidad ejemplar soportó por más de tres años, de la que salió no solamente tan limpio como injustamente había entrado y con su respetabilidad íntegra, sino con su espiritualidad fortalecida; otro ha sido el destino de quienes entonces lo injuriaron. Le quedó de esa época de turbios procedimientos la satisfacción de no negociar su libertad.

A quienes fueron sus colaboradores inmediatos en la cotidianidad del Diario, Eladio no pidió lealtades incondicionales ni docilidad de criterios, sino credenciales profesionales y estricto comportamiento ético. Guillermo Montilla, un periodista paradigmático, apasionado pero no arbitrario, venido de la iluminación de Pedro Malavé Coll, fue el primer jefe de redacción, tarea que cumplió a cabalidad, prácticamente sin horario hasta el momento de su desaparición física. Y en su cercanía Luis González, cronista de exquisita prosa, abundosa de anécdotas, quien tuvo la virtud de no confundir ideología con fanatismo, ni amistad con cofradía, alérgico a conciliábulos y capillas partidistas. Y Francisco Graterol Vargas, quien de la crónica deportiva pasó con empeñosa autoformación a ejercer en estos difíciles años del siglo veintiuno la jefatura de redacción con indiscutible éxito. Con comunicadores de esa talla, el Diario de Los Andes se convirtió en una escuela de buen periodismo. Y en archivo palpitante de la historia regional con los magníficos y exhaustivos suplementos con los que festejaba sus aniversarios.

Difíciles años del siglo veintiuno, he dicho. Tal vez más que eso. La Venezuela de la pavorosa destrucción irracional, y por lo mismo inexplicable,  de todos sus recursos materiales, humanos, históricos y culturales. La Venezuela de la diáspora multitudinaria. La Venezuela cuya juventud, al no ver salidas discernibles para un mejor futuro, se va con su  talento, su creatividad y su alegría hacia lugares más propicios. Una Venezuela esquizoide, desintegrada social y mentalmente. Duele mucho, muchísimo, decirlo, pero es la verdad; una verdad que muchos públicamente, por miedo o conveniencia rechazan, pero que en lo privado aceptan.

Para quienes se niegan a tirar la toalla de la impotencia o la desesperanza, Diario de Los Andes sigue con sus páginas hoy electrónicas  abiertas, como hace cuarenta y cinco años, a la lucha democrática,  ahora con la fe puesta en la resurrección.

 

 

 

 

 

 

 

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