La celebración cercana del Día del Maestro me brinda la oportunidad de insistir en la transcendencia de su misión y el deber, en consecuencia, de tratarlos con el respeto y la consideración que se merecen. Si queremos que la educación contribuya a acabar con la pobreza, debemos primero acabar con la pobreza de los educadores y con la pobreza de la educación.
Desde hace tiempo vengo repitiendo que para la reconstrucción de Venezuela y para el futuro de la humanidad, los educadores somos más importantes que los economistas, los políticos y los militares. En la actual sociedad del conocimiento, la educación es el medio fundamental para combatir la violencia, aumentar la productividad, afianzar la convivencia y la paz y lograr un desarrollo económico y humano sustentable. La educación es el pasaporte a un mañana mejor pues, como ya lo intuyó Bolívar, los países avanzan de acuerdo al nivel de su educación. A todos nos conviene tener más y mejor educación y que todos los demás la tengan. Sin educación o con una pobre educación es imposible el progreso, la prosperidad y la paz verdadera. Por otra parte, todas las investigaciones coinciden en que el elemento más importante para una educación de calidad es contar con educadores de calidad, es decir, comprometidos, apasionados y en formación permanente, ya no para aumentar el currículo, sino para servir mejor a sus estudiantes.
La riqueza de un país no consiste en sus materias primas, sino en la calidad productiva y moral de sus ciudadanos. Educar es formar personas plenas y ciudadanos productivos y solidarios. Por ello, resulta preocupante que si bien la educación es un medio esencial para salir de la crisis; hoy, en Venezuela, la propia crisis está llevando al colapso total de la educación, pues son muchos los docentes que se han ido, piensan irse, o han abandonado su profesión por considerar que el sueldo nos les alcanza para vivir. Por otra parte, muchos alumnos no consideran ya la educación como un medio de ascenso social o para garantizarse una mejor vida, lo que les ha llevado a abandonar sus estudios.
Para salir de este círculo vicioso, necesitamos hoy educadores resilientes, creativos, que no se rinden, sino que asumen las dificultades como oportunidades para inventar la educación necesaria, pues saben que educar es algo más sublime que enseñar conocimientos y materias. Educar es formar personas y ciudadanos, cincelar corazones generosos y solidarios, dar la mano, ofrecer los ojos para que los alumnos puedan mirarse en ellos y verse comprendidos y queridos. Los educadores somos los parteros del alma; los padres dan la vida, padres y educadores juntos debemos dar sentido a esa vida, pues educar es continuar la obra creadora de Dios, ayudar a nacer ese hombre o esa mujer que Dios soñó cuando los creó. El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación. El genuino educador está dispuesto no sólo a dar clases, sino a darse, a gastar su vida para que los demás tengan vida en abundancia.
Por ello, un abrazo solidario y admirado a todos esos maestros y maestras anónimos que, a pesar de los problemas y dificultades, viven con ilusión y entrega su vocación de servicio.