Desde el Conuco | Para el mal peón, no hay buen apero | Por: Toribio Azuaje

 

Por: Toribio Azuaje

 

No hay cosa por fácil que sea, que no la haga difícil la mala gana.

Juan Luis Vives

 

 

Hagamos hoy un ejercicio y ubiquémonos en los campos polvorientos de la vida cotidiana, donde el sol besa la tierra con promesas de buena cosecha, allí, como el eco de un arado que rasga el silencio, resuena un refrán ancestral: «Para el mal peón no hay buen apero». Esta es una verdad tallada en el hueso de la experiencia humana, que nos susurra que la herramienta más afilada, el instrumento más precioso, pierde su filo en manos torpes o indiferentes.

Imaginemos por un instante al peón como un navegante en mares turbulentos: aún cuando su brújula es de oro puro y su timón de roble centenario, pero su corazón late al ritmo de la pereza, el barco naufragará en lejanas costas olvidadas. Así, el dicho no condena, sino que ilumina: el verdadero poder reside no en el metal forjado, sino en la chispa que enciende el alma del que lo empuña.

Pensemos por un momento en el artesano que recibe un cincel forjado por maestros legendarios, con filos que cortan el mármol como si fuera mantequilla o niebla. Si sus manos tiemblan por falta de fe o sus ojos se nublan en la duda, la estatua que emerge no será un prodigio de belleza, sino un eco de potencial desperdiciado, como un río caudaloso desviado por rocas de negligencia.

Este refrán, nacido de las labranzas humildes, se extiende como raíces profundas a todos los rincones de la existencia humana. En el taller del soñador, el lienzo virgen y los pinceles de cerdas finas aguardan; pero si el artista pinta con el espíritu encadenado a excusas, el cuadro se desdibuja en sombras grises. Esta reflexión es una llamada al despertar. La herramienta, por excelsa que sea, es mero puente; el peón, con su voluntad como viento favorable, es quien decide si cruzarlo lleva a jardines florecientes o a estériles desiertos del olvido.

De este modo, en el vasto huerto de la sociedad, el dicho cobra vida como un recordatorio colectivo. En el tosco ambiente de una sociedad convulsionada y distraída, pululan líderes con recursos inagotables -presupuestos como arados relucientes, equipos como hoces afiladas– pero tropiezan por su visión tan miope, y prefieren el reposo al surco profundo. Por tal torpeza, se pierden tiempos especiales para crecer y avanzar.

Recuerden al agricultor que, ante una tormenta inminente, ignora su azada nueva y se acurruca bajo el alero: la lluvia arrasa los campos, no por debilidad del apero, sino por la flaqueza del hombre. Sin embargo, en esta sabiduría rústica se observa la esperanza. Es un faro que motiva a pulir no solo las herramientas, sino el temple interior: a transformar al peón perezoso en un labrador incansable, cuya mano firme convierte la tierra árida en pan compartido. Como el águila que, con alas prestadas, no vuela si ignora el cielo, el humano debe forjar su carácter para que el apero brille en su justo esplendor.

Finalmente, desde la óptica del bien, está afirmación certera «para el mal peón no hay buen aperó» no debemos mirarla como una sentencia de derrota, sino como un himno a la transformación. Ella nos invita a empuñar nuestra vida con manos resueltas, para convertir cada herramienta en extensión de un espíritu vivo. En ese acto, de edición inquebrantable, el refrán se transmuta: pasa de la advertencia a la bendición, recordándonos que el verdadero cultivo nace del interior, y que con voluntad afilada, hasta el apero más sencillo y simple siembra eternidades. toribioazuaje@gmail.com

 

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