«Los perfumes de mi amada
han de usarlo mil mujeres,
pero el olor de mi amada,
ninguna mujer lo tiene»
(Octimio Briceño)
Hay olores y sabores imborrables, que aunque pase el tiempo no desaparecen de nuestro disco duro, ellos se guardan en nuestra memoria y nos acompañan durante toda nuestra existencia. A ratos se asoman esos recuerdos que escondidos se atrincheran en nuestro subconsciente y nos hacen revivir tiempos de reencuentro con la vida que se recuerda. Y como la vida, según «El Gabo», no es la que vivimos, si no la que recordamos para contarla, pues, les cuento que el olor del café que mi madre colaba, era una aroma que se escapaba sutilmente de la manga de colar o coladora y nos envolvía con su mágico atuendo, haciéndonos despertar a la vida. Ese, es un olor que me llevaré conmigo cuando tenga que irme. El olor a la tierra mojada después de un palo de agua allá en la Vega de San Isidro donde dejé enterrado mi ombligo. El olor de nuestros cafetales cuando revienta la flor y se viste de blanco la montaña.
En tiempos escolares (y miren que hace ya bastante rato de aquello), en las horas del recreo, nos apilabamos en la cerca alfajol en el patio trasero de la escuela, para comprar el «Pan de Jaime», Lo llamábamos así, porque era elaborado por la señora esposa de Jaime Miliani, quienes vivían en la parte de atrás de la escuela, medio real o veinticinco céntimos era el valor de cada pan, que oloroso y recién sacado del horno lo ofrecían en la acera detrás del Grupo Escolar Dr. Jaime Cazorla, en el mero centro del pueblo de Biscucuy. Aquel pan era el más exquisito del pueblo y ese sabor aún lo llevo en mis papilas gustativas como recuerdo indeleble de una infancia bien vivida entre gritos y sonrisas de escolares.
Aún recuerdo la primera vez que probé la mortadela, ese sabor permanece intacto en mi memoria, imaginen por un momento, un muchacho campesino que lo llevan a pasar unos días donde su hermana mayor que vivía en Sabaneta de Barinas. Un día, mi hermano mandó a comprar un pan con mortadela que vendían en la pulpería del portugués de la esquina, jamás de todos los jamaces he probado un pan con mortadela que tenga igual sabor, ¿qué le echarían a aquella mortadela?, tenía un sabor tan impactante que a veces me despierta.
Mi mamá preparaba unas cachapas asadas, arrimadas a las brasas del fogón de leña y nos las servía rellenas con cuajada o mantequilla casera de leche de vaca, cuidadosamente elaborada por ella misma y que siempre aguardaba reposando en un «rodete» que colgaba de un garabato en la cocina, cachapas como esa no he probado jamás.
Sabores inconfundibles e inolvidables como las empanadas de caraotas molidas, de la señora Quintina, que vendían a las puertas del cine Sucre, los pastelitos de la señora Julia, el café con leche Klim de mi madrina Ester, o las arepas grandototas de maíz pelado que nos ofrecía cortada en cuatro trozos la Señora Elvia Díaz allá en el barrio El Milagro de Valera. La «orchata» de la señora Eva y el «mojito trujillano» preparado por mi suegra Isabel de Arandia en Santa Rosa, allá en Trujillo. Y los sabores que aún disfruto, las tortas y los helados de Milena. Un día en una de esas visitas como dirigentes del MIR a la parroquia Concepción en Biscucuy, mi compadre José Gregorio Castellanos me llevó a visitar a una señora, allí probé las caraotas mejor aliñadas que he podido disfrutar en mi vida.
Son marcas que identifican nuestro transitar por este mundo y que dejan huellas indelebles que amorosamente cargamos con nosotros. Así se va tejiendo la historia de los pueblos, con esos gratos recuerdos que nos acompañan y que cada quien cuenta a su manera.
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