Un homenaje para Nancy Miquilena de Díaz
Transcurría el año 1972, llegaba una familia a la calle seis de las rurales de Malariología de Barrio a Juro, (hoy parroquia Valmore Rodríguez) venían de Machango, municipio Baralt del Estado Zulia; el señor lo empezamos a conocer como Nicho y la señora como Chua.
Ambos eran originarios de la sierra de San Luis, Estado Falcón. El un labriego, campesino, jugador y criador de gallos de pelea, con un carácter muy recio al mejor estilo coriano; la señora en el arte de la sastrería o costurera como popularmente le decimos, muy bondadosa y cariñosa en el trato, Pero con mucho respeto para cada uno de los vecinos.
Era una familia conformada por tres varones y dos hembras, Pero había una tercera, Mireya, que no vivía con ellos ya que trabajaba en el Estado Zulia, era la mayor y venía de una manera esporádica.
Los tres varones, Freddy, Nelson y el más pequeño Yoel; mientras que las hembras, Minerva y Nancy. Esa era la composición familiar de aquellos vecinos recién llegados a la calle seis y ocuparía la casa del español y de la señora Rosa. Yo apenas tenía nueve años y estudiaba la primaria, vivía con mis abuelos (Emiro y Teodolinda) y dos primos (Leonardo y Oscar). Ese año escolar empecé a estudiar con los nuevos vecinos y eso me permitió acercarme a la familia Miquilena y hacer amistad con todos ellos.
La muchacha de la calle seis empezó a generar miradas para los más mayorcitos que yo, entre ellos mis primos y otros jóvenes del sector. Mi inocencia no me permitía ver todavía más allá de una simple ternura menos un deseo sexual. Fue pasando el tiempo y con ello el desarrollo biológico natural, ya a mis doce años la muchacha de la calle seis llegaba a los dieciocho años, pero yo seguía siendo un adolescente para ella. Allí la separación de los compañeros de estudios al culminar sexto grado, unos se fueron a estudiar a la Escuela
Técnica Agropecuaria y otros al liceo “Cruz Carrillo”, los hermanos Miquilena se fueron a la ETA, yo al liceo; recuerdo que todas las mañanas, al pasar por la esquina de su casa, la veía en aquel corredor techado y una mirada con unos buenos días era el intercambio. En una oportunidad, de esos cuando el horario de clase salta de las siete de la mañana, tenía la ocasión de irme con ella caminando hasta el centro de la ciudad, ella trabajaba en un almacén de ropa con un árabe y la conversa siempre giraba era sobre el trabajo y los estudios; allí ella me informó sobre las clases que estaba recibiendo en una academia de mecanografía de la profesora Isolina y aquella amistad silenciosa era de simples vecinos de la misma calle. Así pasaba el tiempo y la seguía viendo todas las noches cuando pasaba por el frente de la casa, con aquella batola guajira acampanada que reflejaba lo gordita que era, su enorme trasero que hacía suspirar a más de uno de los jóvenes y no tan jóvenes, su sonrisa amable y algo muy especial que tenía, aquellas carcajadas a todo pulmón que incitaba a la alegría.
En una oportunidad llegaron un grupo de colombianos al sector de apellidos Cuello Caballero, e hicieron mucha amistad con la familia Barrios de la calle seis, su cultura Vallenata nos contagia a todos, sus parrandones los fines de semana y sus sancochos en el río y así comenzaron a unirse las amistades en la calle seis y emparentarse la familia Cuello-Barrios.
La crianza nuestra, de Nancy y la mía, transcurrió con simples miradas y saludos hasta que en una oportunidad, lo que es el destino, se le ocurrió a la ya familia Cuello-Barrios organizar un domingo en el río, allí comenzó el romance entre ambos, una pertinaz lluvia nos caía como señal de bendición y a partir de ese momento, y de una manera formal, empecé hacerle la visita oficial a su hogar como novio.
No habían transcurrido muchos días cuando una noche, en su visita normal a su casa, sentí un saludo de mucho carácter de coriano de la sierra, de su papá, el señor Nicho, que me expresaba: Héctor, venga para que conversemos. Me imagino que cambié de color con aquella voz de mando, primera vez en la vida que estaba al frente de un suegro que quería saber cual era mis intensiones con su adorada hija. Eso me trastocó emocionalmente ya que era la primera vez en mi vida que me interpelaban sobre la seriedad de una relación con una novia. Nancy se metió al cuarto a esperar los resultados de aquella conversa que olía a compromiso matrimonial y a las que tanto le había sacado el cuerpo. Una sola pregunta bastó para entender el amor de padre para su hija: ¿Cuáles son sus intenciones con mi hija?
Las piernas me temblaron y un sudor frío me recorrió de pie a cabeza, pero saqué ánimo y Fuerza para contestarle y de esa conversación salió hasta la fecha del matrimonio. Recuerdo que al salir del corredor donde me interpela el suegro, Nancy y Chua me esperaban con un vaso con agua y azúcar para recobrar el color y el pulso, ambas con sendas sonrisas y con una expresión que se les notaba: te atrapamos.
El 26 de abril de 1986 celebramos el matrimonio en la calle seis, muy familiar y lleno de amistades, quien iba a pensar que aquella muchacha que conocí a los nueve años se convertiría en mi esposa y madre de cinco hijos, fueron treinta y ocho años entre altos y bajos como todo matrimonio, con separaciones y reconciliaciones, con aciertos y desaciertos; pero algo que jamás olvido, fui el primero que descubrió la llegada de la muchacha a la calle seis, también fui el primero que descubrió cuando ella se fue de este mundo, por eso, es que el destino viene escrito tal y como lo expresa la palabra de Dios y Dios no juega a los dados, siempre es el momento indicado para estar allí en el final. La muchacha de la calle seis, también tiene quien le escriba, porque ella fue parte de mi vida y de mis anhelos.
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