El 10 de diciembre de 1948, cuando el mundo se asomaba estremecido al horror de los campos de exterminio nazi y de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial que ocasionó unos 50 millones de muertos, dejó ciudades enteras convertidas en escombros y nos asomó al poder destructor de las armas nucleares, un centenar de países reunidos en París, firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres y son iguales en dignidad y derechos”. Hoy, después de 71 años de aquella firma solemne, el mundo es más desigual, injusto y discriminador que nunca. El inmenso poder creador de los seres humanos no está al servicio de la vida ni de la convivencia. Por eso, a pesar del enorme desarrollo científico y tecnológico, la vida gime herida de muerte y el mundo resulta para las mayorías cada vez más inhumano. De la salvación por la fe, pasamos a la salvación por la ciencia y el progreso, y en nuestros tiempos de violencia e individualismo, pareciera que estamos entrando en el “sálvese quien pueda”. Impera el darwinismo social, la sobrevivencia de los más fuertes y mejor dotados. De conquistar la tierra hemos pasado a destruirla y, de seguir así, a destruirnos nosotros con ella. Algunos presagian que nuestra civilización acabará suicidándose. Observadores como C.S. Lewis destacan que cada nuevo poder que logra el hombre se convierte en “poder sobre el hombre”, y que la conquista final del hombre será la “abolición del hombre”.
Las desigualdades se agigantan de un modo vertiginoso entre países y entre grupos dentro de cada país. Se calcula que el 99% de la riqueza del mundo está en manos del 1% de la población, unos 70 millones de personas. El 95% de esa élite son varones. Las mujeres, a iguales cotas de trabajo, ganan, como media, la mitad. Esos 70 millones de prepotentes basan su poderío económico en el manejo de algunos sectores productivos, como la industria farmacéutica, las finanzas y la banca, la sanidad y el negocio de los seguros.
Según la ONU, cada tres segundos, muere un niño de hambre, 1.200 cada hora. El hambre produce una matanza diaria similar a todos los muertos que ocasionó la bomba nuclear sobre Hiroshima. Sin embargo, si la humanidad se lo propusiera seriamente, el hambre podría ser derrotada fácilmente: Según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) la agricultura moderna está en capacidad de alimentar a doce mil millones de personas, casi el doble de la población actual. Pero no hay voluntad política para ello. Por ello, Jean Ziegler, exrelator especial de la ONU para el Derecho a la Alimentación, cataloga al actual orden mundial como asesino y absurdo: “El orden mundial no es sólo asesino, sino absurdo; pues mata sin necesidad: Hoy ya no existen las fatalidades. Un niño que muere de hambre hoy, muere asesinado”
En cuanto a Venezuela, si bien tenemos una Constitución muy avanzada, que debería garantizarnos nuestros derechos esenciales, sirve de muy poco pues son derechos que no se cumplen. Derechos fundamentales como el derecho a la vida, a la libertad y a la igualdad son violados continuamente. Ni qué decir de otros, como el derecho a la salud, a la alimentación, a la educación, a la información y a la seguridad. Es hora de superar la hipocresía que proclama los derechos humanos esenciales y luego implanta unas políticas económicas y sociales que impiden su realización. Exigimos que los derechos se transformen en hechos.