Sin lugar a dudas, la coyuntura por la que atraviesa Venezuela es una de las más preocupantes del continente latinoamericano. Las tasas de desnutrición aumentan de manera progresiva, y el problema no termina allí. Solo hay que darse una vuelta por los hospitales o simplemente salir a la calle y ver algunas personas comer de la basura para constatar la emergencia humanitaria.
En este sentido, la defensa de los Derechos Humanos (DDHH), socavados en el país, es un tema que no incumbe solo al Gobierno venezolano, quien prefiere mantenerse en negativa, antes de aceptar su ineficiencia, o al Poder Judicial, en silencio.
La defensa de los derechos humanos es un asunto de todos. Es un deber ciudadano consagrado en el artículo 132 de nuestra Constitución. Y como tal, hay que asumirlo.
En estas circunstancias, en las que hoy vivimos en Venezuela, no hay cabida para la inacción, pues los problemas no esperan, al contrario, se multiplican. (Déficit en los servicios públicos, violaciones a la libertad de expresión, altos costos de medicamentos, por mencionar algunos).
Es cierto que ante la falta de calidad de vida no podemos mantenernos callados, pero tampoco podemos quedarnos únicamente en la protesta (necesaria por cierto), ya que no se trata solo de exigir nuestros derechos, sino también de cumplir con nuestros deberes, para colaborar en la construcción de una sociedad democrática y justa. Hay que hacer algo más.
Basta con ayudar a quien lo necesite. Ser solidarios desde el punto de vista en que se pueda: como panadero, como carnicero, como ente público o privado, como persona. Porque como dicen por ahí, la desgracia ajena también es nuestra.
Esto no es una lucha político partidista entre gobiernos y conspiraciones, que más allá de los responsables, arrojan el mismo resultado: un país en colapso. Esto es una cuestión de derechos, de lo que como humanos nos corresponde.