Cuidar del espíritu y de sus expresiones en tiempos de la Covid-19
Tratamos anteriormente en este blog de cómo cuidar de nuestro cuerpo y cómo cuidar de nuestra psique en el contexto de la Covid-19. Como somos cuerpo-mente-espíritu, falta abordar cómo cuidar de esta última dimensión, la más excelente de todas, el espíritu. Lo mismo que hicimos con el concepto de cuerpo y de psique, vamos a hacerlo ahora con el concepto de espíritu. Nos proponemos ampliar su concepción, pues somos herederos de una interpretación que empobrece su realidad. Nos ayudan las ciencias de la vida y la nueva cosmología, que en el proceso evolutivo no solo toman en consideración sus aspectos físicos y determinísticos sino que incluyen las emergencias más importantes del proceso cosmogénico que son la vida, la subjetividad y la conciencia refleja.
Todas estas dimensiones revelan el universo en su exterioridad, que la física y la astrofísica captan, pero también en su interioridad, que las ciencias de la vida intentan descifrar.
¿Qué es el espíritu en la nueva cosmología?
Entender el espíritu como una sustancia invisible e inmortal es decir media verdad y limitar su amplitud. No dice nada sobre su enraizamiento en el universo ni habla de su lugar en el conjunto de todas las relaciones, ya que todo es relación y no existe nada fuera de la relación. El espíritu como sustancia invisible e inmortal parece existir en sí y para sí mismo, fuera del conjunto de seres.
Hoy podemos afirmar que el espíritu posee la misma ancestralidad que las energías y la materia originaria. Él estaba ya presente en el momento inicial del universo, hace 13.700 millones de años. Esto se volvió más convincente cuando se descubrió que la materia no posee solamente masa y energía, sino que tiene también una tercera dimensión: es portadora de información. La información nace del juego de relaciones que todos los seres mantienen entre sí, dejando uno marcas en el otro.
Cuando los dos primeros hadrones (primera formación de la materia) o enseguida los top quarks (las partículas menores de materia subatómica) se encontraron, ocurrió un intercambio de energía y de materia. Cada cual se modificó. Quedaron marcas de ese encuentro. Estas marcas se van acumulando forjando las informaciones.
Todos los seres son productores y portadores de informaciones, inscritas en su código genético. Éstas se van almacenando y organizando más y más a medida que el universo avanza y adquiere una complejidad mayor.
A nivel humano se alcanza un estadio elevadísimo de complejidad hasta el punto de aparecer la información como conciencia refleja.
Aquí es donde la Energía de fondo, poderosa y amorosa, que sostiene todas las cosas se ha manifestado más. Es la mejor expresión de lo que llamamos Dios, que siempre está actuando dentro del proceso evolutivo. Al emerger el ser humano se ha manifestado de manera más densa y especial. El Génesis lo expresa en el lenguaje simbólico de la época: “Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el soplo de la vida y el hombre se convirtió en un ser vivo” (Gn 2:7). El “soplo de la vida” es el espíritu. Estaba en el universo, pero no de forma consciente. Ahora, por la acción del soplo divino se volvió consciente de sí mismo.
Este espíritu está en cada parte de nuestro «cuerpo» (el código genético presente en cada célula) pero se organiza en órdenes a partir del cerebro, cuyo número de neuronas asciende a cifras de miles de millones con billones de sinapsis (conexiones) entre ellas.
Es importante resaltar que esta conciencia pertenece de modo propio al universo, en nuestro caso a nuestra galaxia, a nuestro sistema solar, al planeta Tierra y, finalmente, a cada persona humana. La conciencia posee su prehistoria hasta irrumpir en nosotros como conciencia de la conciencia. Nosotros no tenemos espíritu como no tenemos cuerpo. Somos ser humano-espíritu así como somos ser humano-cuerpo, ser-humano psique, como ya señalábamos anteriormente en este blog.
¿Cómo se revela el ser humano-espíritu o el espíritu humano? Es aquel momento de la conciencia en que él se da cuenta de sí mismo, se siente parte de un Todo mayor y se abre al Infinito. El espíritu es el ápice de la autoconciencia.
Y cuál es la singularidad del espíritu? Reside en su capacidad de crear unidad, de hacer una síntesis de las informaciones y formar un cuadro coherente; es la capacidad de discernir en las partes el Todo y en el Todo las partes, pues comprende que hay un hilo conductor, un eslabón que une y re-íne todas las cosas. Ellas no están dejadas ahí arbitrariamente; se articulan en órdenes de las más diferentes formas. Constituyen un Todo orgánico, sistémico y estructurado siempre en redes de relaciones.
Este Todo no es algo establecido de una sola vez. Es un Todo dinámico. Pasa por fases caóticas y desordenadas para enseguida reordenarse y adquirir nuevamente equilibrio y armonía. Espíritu, por lo tanto, es la capacidad presente en el universo de crear síntesis de las relaciones y unidades sistémicas a partir de estas relaciones.
El espíritu es un principio cosmológico, es decir, pertenece a la estructura y a la dinámica del universo y permite entender el universo tal como es, pues esta es su función como principio. Por eso se dice que el universo es espiritual, pensante, consciente, porque él es relativo, panrelacional y autoorganizativo. En su debido grado, todos los seres participan del espíritu.
La diferencia entre el espíritu de una selva y el espíritu del ser humano no es de principio sino de grado. En ambos funciona el mismo principio pero de forma diferente. En nosotros creando unidades significativas y alta capacidad de relación. De modo autoconsciente. En la selva, el principio se revela por la unidad de la floresta como una totalidad dinámica, no simplemente como un amontonamiento de árboles, sino como selva. Pero de un modo no autoconsciente, o con una conciencia propia de la selva, conectada a su vez con todo el universo, con sus energías y con las fuerzas directivas de la vida y de la Tierra.
Formulada esta explicación inicial, cabe preguntar:
¿Cuáles son las características distintivas del ser humano-espíritu o del espíritu humano?
La primera y más inconfundible de todas ellas es su dimensión transpersonal, llamada también de trascendencia. Dimensión transpersonal o trascendencia significa aquí que el ser humano no está encerrado y limitado a su propia realidad. Él siempre desborda y traspasa cualquier límite. Trascendencia es estar abierto en totalidad a sí mismo, al otro, al mundo y al Infinito. Es su apertura total que va más allá de los límites corporales.
Por eso, se dice que el ser humano-espíritu habita las estrellas, es decir, con su espíritu atraviesa los espacios infinitos y supera todos los límites temporales que se le antojen. Por ser un ser de trascendencia, el ser humano-espíritu es pan-relacional. Puede entablar relaciones con todos los tipos de seres. Para él no hay horizontes cerrados. Cada horizonte se abre a otro y a otro, y así indefinidamente.
Esta es la razón por la que afirmamos que el ser humano es un proyecto infinito y está devorado por un deseo nunca saciable, a no ser en la comunión con el Infinito real que le es adecuado. Es la Realidad Última, Dios.
Esa capacidad de trascendencia liga al ser humano-espíritu con el Todo. El ser humano se siente sumergido en él y se percibe parte de él. Ese Todo no está en ningún lugar, porque engloba todos los lugares.
Es propio del ser humano-espíritu interrogarse sobre la naturaleza de ese Todo que lo envuelve. Todos los nombres de cualquier lengua y cultura terminan diciendo: es el Ser o simplemente el Espíritu absoluto, es aquello que las religiones llaman Dios.
Lo extraordinario del hombre/mujer-espíritu es poder entrar en comunión con la Suprema Realidad, agradecerle la grandeza del universo y el don de la vida. Alabarlo por su magnanimidad y amor, por haber creado todas las cosas y seguir diciendo en cada momento: ¡fiat, hágase, renuévese, exista! Sin esa palabra todo volvería a la nada. Por eso cabe celebrar la vida y danzar delante del Creador.
Pero también, a causa del caos que puede manifestarse en el universo, en la Tierra y en la vida, llorar delante de él y preguntar: ¿Por qué, oh Dios? ¿Por qué permites la muerte de tantos por la Covid-19, por qué la destrucción avasalladora de un tsunami o de un terremoto o, como relata la crónica cotidiana, la muerte de un joven dentro de casa por una bala de la policía irresponsable o por una bala perdida en un tiroteo entre policías y bandidos? ¿Por qué?
Ante estos muchos “por qués”, todos nos volvemos un poco como el Job bíblico que cuestiona, critica, se rebela ante de Dios para, finalmente, callar reverente ante el misterio, porque Dios es mayor que nuestra razón y puede ser de una forma que no podemos comprender. A pesar de esos absurdos, descubre que Dios es el supremo amante de la vida (Sab 11, 26) que no permitirá que el luto, las lágrimas y la desgracia tengan la última palabra. Es el espíritu que confía y cree. Al final Job recupera la plenitud de la vida.
Otra característica del ser humano-espíritu es su libertad. Libertad es la capacidad de autodeterminación personal. Siempre hay elementos determinantes venidos de los distintos enraizamientos que presenta la existencia: de origen, de clase, de color, de inteligencia etc., pero el ser humano puede enfrentarse por sí mismo (auto) a estos condicionamientos. Puede asumirlos, rechazarlos y modificarlos. En él reside una fuerza que le permite sobreponerse a ellos. Estos lo limitan (no hay libertad sin límites), pero no lo pueden aprisionar. Incluso esclavizado con cadenas de hierro es un ser libre, pues esa es su esencia en cuanto espíritu.
La historia humana es la historia de expansión de la libertad, a pesar de todos los retrocesos, historia de romper amarras, de conquistar espacios de autodeterminación y de plasmación de su vida y su destino. En la historia que conocemos, la libertad, si bien intrínseca al ser humano, nunca es simplemente concedida, sino conquistada en un proceso de liberación. Liberación es la acción que crea libertad. Paulo Freire, tan injustamente calumniado por enemigos de la inteligencia, pero un gran educador, nos dejó esta lección: nadie libera a nadie; nos liberamos siempre juntos.
Toda creatividad, todo el universo de las artes, de la ciencia y de la técnica, de la música y de la danza tienen como base la libertad. Sin libertad la comunicación se transforma en farsa y la palabra esconde más de lo que revela.
Pero, principalmente, la libertad hace al ser humano un ser ético, responsable de sus actos y de las consecuencias de sus actos, que decide sobre el bien y el mal para él y para los otros. La libertad le permite ser un ángel bueno o un malhechor y criminal. Sólo un ser libre puede donarse totalmente a otro o a una causa, como en este momento dramático del imperio de la Covid-19, cuando los trabajadores de la salud, de la medicina y la enfermería y otros trabajadores clave entregan sus vidas, se arriesgan a contaminarse para tratar de salvar la vida de otros. Si la tan gastada palabra “héroe” tiene valor, ha de aplicarse aquí, no a los héroes de la guerra que se hacen héroes matando. Aquí, en los hospitales, están los verdaderos héroes de la vida porque salvan vidas.
Hay valores como estos por los cuales vale la pena dar la vida. Morir así es digno. Por cómo ejercemos nuestra libertad, si elegimos el bien o si nos rendimos al mal, seremos juzgados por nuestra propia conciencia ante el Señor de la historia. Este juicio define nuestro destino final y el marco final de nuestra existencia, siempre bajo el arco de la infinita misericordia de Dios.
Otra característica singular del hombre-espíritu es su capacidad de amar. El amor irrumpe como una fuerza cósmica, cantada por Dante Alighieri en la Divina Comedia y por todos los grandes espíritus. El amor es tan excelente que para los cristianos define la naturaleza íntima de Dios: Dios es amor (1 Jn 4,8).
El médico Paes Campos, en su libro Quem cuida do cuidador (Vozes, 2005) lo ha dicho muy bien: «El acto de cuidar es la materialización de un sentimiento de amor». Eso es lo que están haciendo todos los que trabajan abnegadamente en los hospitales en este momento del coronavirus. Amar es hacer don de sí mismo al otro, y entregarse incondicionalmente a él o a ella, es hacer lo imposible para estar junto a la persona amada, es sentirla dentro, es no entender más la vida sin él o sin ella, es experimentar el infierno cuando, por cualquier razón, el amor ya no existe o no tiene vuelta atrás. Sin el amor desaparece todo el brillo, toda la alegría y el sentido de la vida. Amar es decir: tú no puedes desaparecer ni morir.
El ser humano-espíritu puede también odiar, rechazar, torturar bárbaramente, bestializarse completamente cuando se deja llevar por la ira incontrolable y el deseo de destrucción, como en los sótanos de tortura de nuestro régimen dictatorial pasado. Esta sombra forma también parte de la realidad de su espíritu, como el espíritu malo. Hemos visto personas insensibles y sin ninguna empatía con las víctimas del coronavirus. Son inhumanas.
Pero el ser humano-espíritu también puede perdonar. Es otra característica suya. Perdonar no es olvidar la herida que todavía sangra, es no ser rehén de ella ni seguir aferrado al pasado. Perdonar es esforzarse por ver al ofensor con compasión, benevolencia y amor. Es liberarse para el mañana y para nuevas experiencias.
Junto con el perdón viene la capacidad de com-pasión, una de las características más nobles del espíritu. Compasión, tan necesaria en esta tiempo triste del coronavirus, que produce un océano de sufrimiento en el que están sumergidas miles de personas en nuestro país y en toda la Tierra, es asumir el lugar del otro, no dejar que los familiares y amigos sufran solos, ofrecerles un hombro, más que hablar es guardar silencio, reverente y compasivo, llorar juntos y ponerse solidariamente a su lado en el mismo camino. Todo esto puede el ser-humano-espíritu
Pero también la ausencia de generosidad y de compasión puede asumir formas apocalípticas. Tres días antes de suicidarse, el 27 de abril de 1945, Hitler escribió en su diario: Al final de todo, me viene el arrepentimiento de haber sido tan generoso con los judíos… (Johnson, P., Tempos modernos, Río, 1990, p. 345. Madrid, 2007). Generosidad siniestra, por no haber conseguido dar una solución final a los judíos (Endlösung) –envió a las cámaras de gas a seis millones– y no haber podido mandar exterminar a 30 millones de eslavos como había decidido. Aquí el espíritu se revela como la perversión suprema. Lo antihumano es también parte de lo humano, complejo y misterioso.
Otra característica del ser humano-espíritu es la de ser el eterno interrogador, atormentado permanentemente por preguntas últimas. Sólo él las hace porque es portador de autoconciencia, inteligencia y percepción del Todo: ¿Quién creó el universo?, ¿Por qué los miles de millones de galaxias con sus incontables estrellas y planetas? Ellas no están ahí por sí mismas. Alguien las puso en la existencia y las sustenta. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué y para qué nací? ¿Cuál es mi lugar y mi misión en este conjunto indescifrable de seres? ¿Cómo debo comportarme ante el otro y la naturaleza? Terminada mi jornada en este pequeño planeta ¿adónde voy? ¿Qué puedo finalmente esperar?
Las respuestas no están codificadas en ningún manual, aunque todos los textos sagrados e innumerables filosofías se esfuercen por ofrecer respuestas apaciguadoras. Pero ninguna de ellas sustituye nuestra propia tarea existencial de formular una respuesta personal que compromete todo el ser.
Puede que las personas más escépticas y descreídas consigan rehuir estas indagaciones por un tiempo, pero como pertenecen a la estructura de nuestro espíritu, surgen de nuevo cuando menos se espera, especialmente cuando muere un ser querido, y no hay cómo evitarlas porque tienen la fuerza intrínseca de volver una y otra vez. No sin razón los ateos son las personas que más hablan de Dios, aunque sea para negarlo. Negación que no consigue matar la pregunta existencial. Repunta de nuevo con el vigor de un brote después de una lluvia en tierra reseca.
Finalmente, una característica básica del espíritu es su capacidad de síntesis. Como la naturaleza del ser humano-espíritu es relacional, le cabe a él hacer la síntesis entre el cielo y la Tierra, entre lo inmanente y lo Trascendente, entre la exterioridad y la interioridad.
Así como la psique necesita un Centro para ordenar todas las energías y pulsiones que la habitan, el espíritu se siente herido o escindido si no logra una Síntesis, no teórica, sino vital-existencial, que dé dirección a su vida. Por eso cada persona posee consciente o inconscientemente una cosmovisión, es decir, una lectura del mundo, una interpretación del curso de la historia, una visión de conjunto. El espíritu no aguanta una esquizofrenia existencial que separa, opone, desune y atomiza la realidad. Él necesita un marco ordenador de todas sus experiencias, ideas y sueños
Mucho más se podría decir del ser humano-espíritu, pero nos bastan estas referencias para fundamentar nuestro intento de pensar la realidad a la luz del paradigma del cuidado y de lo que nos sugieren las ciencias.
Cuidar del espíritu es vivir la dimensión humano-espiritual
Como se deriva de las reflexiones hechas, el espíritu es una realidad tan sutil y sujeta a tantos percances –justamente por ser lo mejor y más alto de nosotros– que debemos cuidarlo celosamente y preocuparnos de preservarlo con todo su carácter infinito
Cuidar del espíritu conlleva cultivar la espiritualidad. Necesitamos liberar la espiritualidad de su encuadre dentro de la religión. No existe, por cierto, religión sin espiritualidad; la religión nace de una profunda experiencia espiritual, pero puede existir espiritualidad independiente de la religión.
Cuidar de la espiritualidad es cultivar una actitud de apertura permanente ante cualquier realidad. Es estar disponible al nudo de relaciones que es uno mismo. Es vivir concretamente la transcendencia, es decir, no dejarse atrapar por ninguna de las realidades concretas, lo que no significa no comprometerse ni asumir responsabilidades con seriedad, sino saber ir más allá de ellas. No hundirse con ellas cuando fracasan ni apegarse a ellas cuando triunfan.
La espiritualidad pide silencio. Silencio no es no decir nada, sino abrir espacio para que pueda ser oída otra palabra que viene de lo más profundo de nosotros mismos, de la conciencia, de una persona, tal vez anónima, del propio Dios que nos puso en este mundo.
El cuidado del espíritu implica no colocar trabas en el encuentro con el otro. Vivir espiritualmente es acogerlo. Dice la leyenda griega, confirmada por las Escrituras judeocristianas, que un matrimonio mayor y pobre al acoger a un miserable, descubrió que había hospedado a Dios escondido en la figura del pobre. El cuidado del espíritu lleva a cultivar la bondad, los buenos deseos, la solidaridad, la compasión y el amor. Estos son los valores que constituyen la sustancia de la espiritualidad, que nos acompañan a lo largo de la vida y que llevamos más allá de la muerte.
A veces este espíritu de cuidado se hace a través de una conversación sincera con un amigo, al oír una música que nos llega a lo más profundo del alma, con la lectura de algún libro, de un encuentro especial con una persona sabia, viendo una película, vídeo o teatro. O simplemente oyendo con atención lo que piensa de la vida el tendero de la esquina, el taxista, el vendedor ambulante, y oyendo las quejas del mendigo de la calle.
Cuidar del espíritu es abrirse al misterio del mundo y al misterio mayor que es Dios. La espiritualidad no puede reducirse a leer y pensar sobre Dios, hay que sentirlo en el corazón, poder dialogar con él y escuchar su voz que viene de todas las cosas, pero especialmente de los llamamientos de nuestra conciencia. Es importante dar el paso de la cabeza al corazón, porque es el corazón el que siente, venera y ama a Dios.
El resultado de este cuidado se hace sentir pronto a través de una vida más serena, de una paz que ningún ansiolítico o droga puede producir. Es vivir la vida como quien se siente en la palma de la mano de Dios. Entonces, ¿por qué temer? ¿Qué mayor disfrute puede existir que verse libre de los miedos y sentirse acompañado por una mirada amorosa?
Cuidar del espíritu implica también cuidar del ambiente social, cuidar de los otros para que la atmósfera que nos rodea no se vuelva inhumana, obsesionada por la búsqueda del placer, del consumo y por el descontrol de los instintos, dañinos para la persona y para los demás.
En este campo hay mucho que hacer, empezando cada cual consigo mismo, haciendo su revolución molecular, y al mismo tiempo rechazando entrar en los «esquemas de este mundo» según el apóstol Pablo (Rm 12,2) y reforzando todas aquellas iniciativas que representan alternativas y semillas de una nueva forma de habitar la Casa Común.
El cuidado en su núcleo esencial exige otro tipo de paradigma de civilización en el cual no impera el capital material y la acumulación de bienes sino en el que el capital humano-espiritual será un eje central, capaz de dar un rostro más humano y fraterno a la convivencia humana, con los otros y con la naturaleza.
Pemítanme terminar con una afirmación que se ha vuelto casi banal, pero que no ha perdido verdad y actualidad: el mundo nuevo, después del coronavirus o más tarde, será más espiritual o no será. Razón de más para comenzar a ser más espirituales, es decir, más sensibles, cooperativos, amorosos y cuidadosos, en fin, más humanos.