Cuaresma, tiempo de conversión | Por. Antonio Pérez Esclarín

Por. Antonio Pérez Esclarín 

Estamos  en cuaresma, tiempo muy propicio para prepararnos a celebrar  la muerte y sobre todo  la Pascua o Resurrección  de Jesús, el triunfo definitivo del Amor y de la Vida sobre la violencia,  la injusticia    y la muerte.  Son  días para  revisar nuestra conducta, para  convertirnos a una nueva manera de vivir, para derrotar nuestra resignación, indolencia,  egoísmo y  desconfianza.  Días  para combatir las arbitrariedades, injusticias y mentiras, sin por ello, ofender a quienes las causan ni repetir su conducta. La reconciliación en Venezuela va a exigir  crítica y autocrítica sinceras  para reconocer los errores, abusos e injusticias  y emprender las rectificaciones necesarias que, dada la profundidad de la  crisis, necesariamente tienen que ser duras y dolorosas, lo que va a implicar grandes sacrificios y  espíritu servicial y generoso. Por ello, la Cuaresma nos invita a emprender con valor el camino difícil  de trabajar con empeño,  constancia y generosidad por una salida electoral que se oriente a  lograr el comienzo de   la Resurrección de Venezuela como país próspero y en paz,  donde todos podamos vivir con dignidad, y nos tratemos y respetemos  como conciudadanos y hermanos. Pero la resurrección implica aceptar la destrucción y muerte de Venezuela  y combatir todo aquello que las sigue ocasionando.

Para caminar con pasos  firmes en esta Cuaresma hacia la resurrección y la vida, debemos deshacernos del  peso del rencor   que  nos oprime el corazón y no nos permite  la paz ni  el encuentro.  Por ello, y  aunque  resulte difícil, debemos disponernos  a perdonar. El espíritu del perdón rompe el círculo diabólico de la revancha y nos permite a los humanos, siempre heridos e hirientes, una sana convivencia. Perdonar es la única forma de ser libres pues destruye las cadenas de la rabia, y el ansia de venganza que envilecen y destruyen. En palabras de Mark Twain, “el perdón es la fragancia que suelta la violeta cuando se levanta el zapato que la aplastó”. Perdonar no es olvidar; es recordar sin amargura,   renunciar a  la venganza. Es    un acto de liberación.  Al perdonar, nos libramos del dolor y libramos al que nos ofendió de la capacidad de seguirnos haciendo daño. Perdonar es sanar la herida y recuperar la paz interior. Si no perdonamos,  siempre que recordemos  la ofensa que nos  hicieron volveremos a sufrir. Guardar rencor es como si uno tomara un veneno y esperara que otro se muriera.

Perdonar no es minimizar los hechos diciendo que no importan; el perdón no es un salvoconducto para obrar mal, ni significa que lo mal hecho no tiene importancia.  Perdonar es salir de la cadena de la violencia,  inventarse una nueva relación con las personas que han causado o causan  daño,  lo que significa tratar de impedir que sigan haciéndolo. No es tampoco  renunciar a la  justicia. El perdón y la justicia deben andar siempre juntos. Si los corruptos son perdonados sin más, si los que abusan y ofenden son perdonados sin más, si los asesinos, violadores  y torturadores son perdonados sin más…, la sociedad canoniza a sus destructores.  Por ello, el perdón  impulsa a oponerse con vigor a la injusticia,  y a luchar con todas las fuerzas contra  conductas y políticas  que violan los derechos humanos y causan miseria, sufrimiento y muerte. Por ello, el perdón no es un acto de debilidad, sino de gran valentía, pues supone derrotar en uno mismo las fuerzas de la agresividad y la venganza.

 

 

 

 

Salir de la versión móvil