Desde que se paralizó el transporte público por la escasez de combustible todos los días veía a un señor que vive cerca de mi casa, y que antes era recolector en un bus, salir desde muy temprano con un mazo full de chupetas. Desde hace un mes ese hombre próximo a los 60 años caminaba entre cuatro o cinco kilómetros para llegar al centro de #Valera y continuar recorriendo las calles en busca de alguien que comprara la golosina, hasta que cerca del mediodía -y bajo un sol lacerante- emprendía su peregrinar de regreso a su casa.
Hace unos días me detuve a saludarlo. Luego de indagar un poco, y él con los ojos brillosos, me dijo que ya no podía seguir vendiendo las chupetas porque el precio aumentó a 20 mil bolívares y nadie que tenga esa cantidad en efectivo lo va a dar por una chupeta. Con enorme pesar y la voz entrecortada me soltó que ya no sabe qué hacer para sobrevivir en medio de la pandemia.
Si bien es cierto que el virus cambió la cotidianidad de la humanidad, llegó a una #Venezuela en donde su población pensaba que ya no podía haber algo peor luego de años de precariedad y subsistencia. Y aunque entiendo perfectamente que la clave para cortar la cadena de contagio del #covid_19 está en el distanciamiento social, no puedo dejar de preguntar ¿Hasta qué punto es sostenible la Cuarentena Nacional en un país que sufre por el crisis de los servicios básicos y el alza incontrolable de los precios de alimentos y productos de primera necesidad?
Hay un lamento diario que se siente en cada sector popular, en cada calle, en cada comunidad y en cada rincón de Valera, reflejo del dolor de toda Venezuela, que golpea y traspasa cualquier coraza de imparcialidad que demanda el ejercicio periodístico.
No hay paz, tranquilidad o consuelo ante la falta de agua, gas doméstico, comida y los incontables bajones eléctricos que más de uno de les ha echado a perder sus equipos y que todo junto acompaña a los ciudadanos en esta cuarentena.