Karley Durán. CNP: 23.921
El amanecer del 24 de junio en Niquitao y Las Mesitas en Boconó, Trujillo, despertó con un cielo pesado y gris, como si la misma naturaleza hubiera decidido llorar. Las nubes, densas y amenazantes, cubrían el firmamento, presagio de lo que vendría. Los ríos y quebradas estaban crecidos, desbordados por las lluvias intensas que no cesaban. El sonido de las piedras rodando por las laderas resonaba en la montaña, mientras los pájaros huían despavoridos, dejando atrás un silencio inquietante. Los animales parecían haberlo intuido: el viento llevaba sus trinos como un aviso.
Las latas de zinc en los techos replicaban el grito del cielo con un estrépito metálico que parecía responder a la furia de las nubes. La gente se asomaba a sus puertas con preocupación marcada en el rostro y una oración en los labios, buscando protección divina ante la tormenta que se avecinaba. Algunos salieron a hacer previsiones, a medir la fuerza del agua que avanzaba implacable por las calles y caminos.
A medida que pasaban las horas, las montañas comenzaron a llorar lágrimas de tierra y piedra. La tierra temblaba bajo el peso del agua; árboles enteros se doblaban y caían, arrastrados por la corriente desbordada. Las casas empezaron a gotear desde los techos y algunas incluso a socavar sus cimientos ante la fuerza imparable del agua. El peligro era palpable; el temor crecía entre los habitantes que veían cómo su entorno se transformaba en un escenario de destrucción.
Momoyes bravos
Esa tarde, mientras la lluvia seguía cayendo con suavidad sobre los techos de teja de Las Mesitas, en el porche de una vieja casa un anciano escupía chimo al suelo mojado mientras sostenía entre sus manos un pocillo humeante de café aromático. Su nieto se acercó con curiosidad infantil y le preguntó qué hacía allí afuera bajo aquella tormenta.
—Los momoyes están bravos hoy —dijo el anciano con voz pausada y mirada fija al horizonte—. Ellos deciden qué pasa aquí.
El niño lo miró incrédulo y replicó:
—Abuelo, eso ya no existe; eso es cuento viejo.
Un escupitajo de chimo voló desde la boca del anciano hasta la calle mojada y desapareció entre charcos y barro. En ese instante, pareció que también él se fundía con la lluvia: su figura diminuta quedó envuelta en gotas que borraron su presencia como si nunca hubiera estado allí.
Parecen cuentos de camino, pero muchos lo han visto. Los mayores los respetan, los niños piensan que son leyenda. Lo que sí es cierto es que luego de ocho días, más de 30 familias en Las Mesitas se encuentran damnificadas, necesitan casa, cobijas, ropa, zapatos, alimentos y artículos de higiene. En Niquitao es menor la cantidad de afectados, pero con las mismas necesidades. Las vías siguen siendo una difícil travesía, hay rocas inmensas que impiden el paso y lodo por doquier. Cientos de hombres y mujeres, lugareños, voluntarios, funcionarios de seguridad y prevención, autoridades municipales y regionales trabajan día y noche para abrir los caminos, no solo para personalizar la atención sino para ayudar a sacar las cosechas, sustentos de decenas de familias productoras de estos dos pueblos.
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