Yoerli Viloria
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“Esperaba a que escampara y que se secara un poquito el suelo, tendía mis dos bolsas negras de plástico, esa era mi cama, así fue por 12 días, y me acostaba a dormir. Lo más fuerte fue cuando llegamos a Bucaramanga, nos cayó la mamá de los palos de agua toda la noche, después de un rato las bolsas ya no servían para nada, estábamos empapados, los dientes me rechinaban del frío pero sabíamos que debíamos resistir”.
Así comenzó su historia Daniel, un hombre cercano a los 40 años, que junto a su amigo Leonar, emprendieron su regreso al país de las siete estrellas y el tricolor, desde Bogotá, Colombia, la ciudad que los había acogido a regañadientes por casi dos años cuando decidieron huir de Venezuela con el estómago pegado al espinazo, pero cargados de muchos sueños ante la posibilidad de probar mejor suerte.
“De alguna manera las cosas que le pasan a uno en la vida lo van preparando para lo que viene, ya me había tocado dormir en la calle cinco veces cuando llegué a Bogotá, el lugar donde guardaba la bicicleta quedaba a dos horas del trabajo, si llegaba tarde me dejaban afuera, la primera vez fue arrecho. Ni modo, me iba frente a una casilla de policía y le decía que me echaran el ojo, me tiraba en la grama y montaba las piernas en la bici, así me quedaba dormido hasta que amanecía”.
La decisión
El 14 de mayo fue el día que Daniel escogió para partir de Colombia, lo habían botado de la fábrica de pantalones donde trabajaba, producto de la cuarentena por la pandemia del Covid-19; la idea tenía un mes rondando en su cabeza desde que había visto como echaban a la calle a sus vecinos, tres familias ubicadas en diferentes apartamentos, por no tener como pagar el arriendo, mientras la ‘platica’ que a él le quedaba guardaba en sus bolsillos con el paso de los días iba desapareciendo, aún cuando comía estrictamente lo necesario y una sola vez al día para aguantar.
“La idea era hacer el viaje en bicicleta porque ya teníamos tres días adentro de los buses y la Gobernadora de Bogotá se negaba a dar permiso para la salida, dicen que porque ella es contraria a Duque, pero en realidad nosotros creemos que por negocio, nos enteramos que días después de que nos fuimos ella autorizó, pero el pasaje era mucho más caro, el doble de lo que nos habían dicho. Incluso la embajada Venezolana llegó a habilitar unos buses gratuitos e igual la Gobernadora se negaba a darles salida”.
Esas bicicletas que significaron el esfuerzo de varios meses de trabajo para poder comprarlas y que pensaban dejar como herencia en casa de algunos amigos fueron recuperadas y transformadas de último momento, cuatro tablas bastaron para armar una especie de burritos, agua y aligerar aún más las maletas fueron suficientes para emprender el viaje, “no sabíamos lo que se nos venía y si hubiéramos sabido no nos tiramos esa, aunque la verdad no teníamos más remedio”.
Primera travesía
571 kilómetros, con sus subidas y bajadas, era el trayecto que esperaban cruzar los connacionales a punta de pedal. “Nos levantamos muy tempranito, el cielo estaba despejado, nos persignamos y le pedimos a Dios que nos acompañara, estábamos animados”, recuerda Daniel para quien el primer día transcurrió con tranquilidad y buen ritmo hasta caer la noche y alcanzar el tercer peaje en la salida de Bogotá.
“Al llegar al peaje nos conseguimos con un grupo de venezolanos que iban caminando, los funcionarios nos decían que nos hiciéramos a orilla de la carretera sin molestar, pero como empezó a llover nos metimos como 20 personas en una casa que estaba abandonada, de ahí nos estaban sacando, nos pusimos rebeldes porque habían niños y mujeres embarazadas y después de tanto pelear nos dejaron pasar la noche, pero a las 6 de la mañana todo el mundo pa’ afuera”.
Coñazos y cachetadas
“Al siguiente día unos chamos de Caracas y Valencia les dio por trancar el peaje para presionar a los policías para que nos cuadraran una cola, yo le dije a mi amigo ¡Sape gato!, vamos a echarnos para un lado porque aquí no comen cuento y en efecto fue así, llegó un comando especial que tienen en Colombia para controlar protestas y lo que hicieron fue golpear a los venezolanos, cachetadas y coñazos sin derecho a patalear, los policías decían que eso no era Venezuela”.
Adiós bicicletas
Con más de 12 horas de pedaleo, al segundo día se empiezan a tensar los músculos y sentir algunos dolores, pero Daniel y Leonar se sentían tranquilos y dentro de sí decían que se estaban haciendo más fuertes, “ya una de las bicicletas nos había dado un preaviso de que nos iba a abandonar, llegando a Tunja se me espichó un caucho, en ese pueblo reparamos la bicicleta y a la salida estaba una alcabala de la policía, nos pararon y nos dijeron que las bicicletas se quedaban en la estación porque varias estaban solicitadas por robo, que siguiéramos a pie si queríamos, ¡Verga chamo! Eso nos cayó como un balde de agua fría. Esa noche la pasamos ahí, a orilla de la calle, casi sin poder dormir y pensando en qué íbamos a hacer”.
¡A caminar se ha dicho!
Ver tantos venezolanos caminando motivó a Daniel y a Leonar para continuar el peregrinaje de regreso a Venezuela. En Tunja coincidieron con un grupo de nacionales quienes, al verlos que llevaban a cuesta las maletas, resolvieron regalarles un coche de bebé, que aunque maltrecho, les serviría buena parte del trayecto para aliviar la carga, esa misma que hacía que muchos de los caminantes fuesen dejando a su paso una estela de pertenencias y recuerdos tirados en el pavimento, “juguetes principalmente para hacer menos pesada las maletas, y ninguno de los que venía atrás se atrevía a recoger algo, pues cada quien luchaba con su propio peso”.
Pensar en una plaza, terminal de pasajeros o cualquier sitio gratuito que implicara un techo para pasar la noche y resguardarse de la intemperie era imposible para los que regresaban a pie, “los policías decían que nada de quedarnos en espacios públicos, el que lo intentaba lo sacaban, para dormir en la calle lo más cercano que podíamos estar era en la salida de cada pueblo y a nadie le importaba eso. Es verdad que en algunos sitios nos regalaban agua para tomar y algunos carros se paraban para darle comida a los niños, pero en muchas otras casas cuando nos veían pasar nos tiraban las puertas”.
El llanto de los inocentes
Para que les rindieran el tiempo Daniel y Leonar tuvieron que dejar atrás el grupo con el que iniciaron el trayecto desde Tunja, “la verdad nos dio lástima pero tenían muchos niños y así nunca íbamos a llegar, caminaban solo seis horas al día y hacían muchas paradas, los niños lloraban porque estaban cansados, a los más grandecitos los regañaban y a los más pequeños les daban algún dulce para entretenerlos, pero había momentos en que nada de eso servía y todos empezaban un concierto por el cansancio, el hambre y el frío, era muy doloroso tener que escucharlos”.
Se hace camino al andar
A las seis de la mañana Daniel y su amigo ya estaban marchando, movían los pies todo el día hasta que comenzaba a caer el sol y era el momento para escoger un sitio en medio de la carretera para tumbarse. No tardaron mucho en conseguir un nuevo grupo de venezolanos e integrarse con ellos, la mayoría eran de Barquisimeto, en total sumaban 19 repatriados de la vida, no llevaban niños, solo tres mujeres, “guerreras la verdad, tanto o más que los hombres”.
Organización y ampollas en los pies
Si bien es cierto que en medio de las crisis aflora los instintos más elementales de sobrevivencia que muchas veces conlleva a situaciones de egoísmo o violencia, también es verdad que en medio de las más grandes dificultades se hace presente la solidaridad, total, se trataba de 19 hermanos de tierra en suelo extraño, tratando de sobrevivir al cansancio mientras cruzaban el páramo que los separaba del recuentro con sus hijos, madres, padres y esposas, por lo que en el grupo no tardó mucho en surgir un mínimo de organización y algunas tareas.
“Estaban los que buscaban la leña para cocinar, los que cocinaban, los que pedían agua en algunas casas para tomar y cuando alcanzaba para cepillarnos los dientes, los de seguridad que se turnaban y nosotros que nos tocó los teléfonos, cuando llegábamos a un pueblo cargábamos los teléfonos mientras el grupo seguía avanzando, luego los alcanzábamos, pero eso sí, siempre llegábamos con algo para comer, harina o pasta, se prendía un fogón con leña y cocinábamos a orilla de la carretera, ollas y budare no faltaron, de todo eso tenía ese grupo, en pocas palabras entre todos nos salvamos”.
Leonar pensaba que lo más difícil de esa experiencia era poder conciliar el sueño en medio de la nada, según cuenta Daniel, pero cuando se tienen muchos días caminando el cansancio y el dolor por las ampollas que empiezan a aparecer en los pies no te da tiempo de pensar en nada, más que en terminar rápido la meta para poder estar de nuevo en casa, “como no, varios días nos arrepentimos de haber iniciado esa caminata, pero ya era muy tarde para regresar y además no valía la pena, ¿regresar a qué? No teníamos nada en Colombia”.
Rio revuelto
Los primeros días de camino veían el serpenteo del río a lo lejos, al quinto día se les hizo tener cerca esas aguas bravías y revueltas, “parecíamos camellos en el desierto, le caímos como caimanes, por fin nos pudimos bañar a gusto, cepillarnos los dientes, lavar algunas corotos, algunas cosas, tomar agua, no importa que estuviese amarilla y de paso guardar bastante para el camino”.
Intento de robo
Varios días y varios pueblitos habían dejado atrás antes de entrar Pesquero, como ya era habitual, Daniel y Leonar se habían quedado rezagados para poder cargar los celulares en algún lugar, al alcanzar el grupo se consiguieron con algunos “hinchas” colombianos que corrían despavoridos para escapar del alcance del grupo de los caminantes, “estaban acostumbrados a robar a los venezolanos, lo que no sabían era que el grupo de nosotros era numeroso y cuando intentaron ponerse locos los muchachos le hicieron frente, se salvaron que los agarraran, si no les hubiesen dado una buena pela para que sean serios”.
Oasis en el desierto
Piedecuesta fue un oasis para los muchachos, en el lugar fueron recibidos por unos tíos de algunos de los que integraban el grupo, quienes desde tiempo atrás residen en el poblado. Dos días de descanso, comida, baño, techo y colchonetas les permitieron recobrar fuerzas luego de 13 días seguidos de peregrinaje, el mayor que habían hecho en todas sus vidas.
La verdad es que los anfitriones, además de la relación filial con algunos de los retornados, ya llevaban varios días ayudando a venezolanos caminantes y una vez que el grupo de los 19 partiera, esperan seguir repitiendo la buena obra con todos los que pasaran por el lugar; simple caridad pensarán muchos, pero no, es algo que solo podrán entender los nacidos de esta tierra, ese extraño instinto de protección y ayuda que hace tenderse la mano entre venezolanos en cualquier parte del mundo, mientras el resto solo cierra las puertas.
En Piedecuesta el dueño de una empresa en Barquisimeto, exiliado en Colombia, les consiguió la cola hasta Bucaramanga, “dos carros logró habilitar para todos, su camioneta y una Avam que alquiló, 15 kilómetros. En la tarde llegamos a Parque El Agua, nos habían dicho que ahí estaban unos buses habilitados gratis hasta Cúcuta, era mentira. Nos cayó toda la noche la lluvia, en la mañana sacamos ropa de las maletas que habíamos salvado con bolsas negras y nos cambiamos”.
A los camiones que transportan vacas o caballos en el país vecino les llaman “mulas”, los colombianos al ver la necesidad de los venezolanos por llegar a Cúcuta comenzaron a disponer de los mismos para arrimar a los caminantes, 45 mil pesos era el precio para subir e ir ahí paraditos hasta llegar a la frontera, pero sobre todo para ahorrase varios días más de penitencias a pie por el camino.
Malandreo en las trochas
Llegar a la meta no significaba que ya podían cantar victoria, al acercarse al puente Simón Bolívar se consiguieron con un gran número de venezolanos que tenían hasta seis días esperando para cruzar, “decían que teníamos que hacer la cola y que la prioridad eran los buses que venían directo de Bogotá, imagínate eso, la prioridad no eran los que teníamos días caminando”.
En ese dilema de esperar o aventurarse por los caminos verdes, se dieron cuenta que ya no tenían dinero ni resistencia en el cuerpo como para pasar seis días más a la buena de Dios, “no nos quedó otra que agarrar por las trochas, entonces nombramos un capitán de grupo que fue a hablar con los paracos que estaban como a cuatro cuadras del puente, ellos cobraban 5 o 10 mil pesos por personas, dependiendo de las maletas. Debajo del puente hay otro puentecito solo para peatones y ahí estaban unos policías que cobraban entre 15 y 20 mil pesos”.
Finalmente resolvieron optar por otro camellón dos cuadras más arriba del camino regular, unos policías colombianos les quitaron mil pesos por persona y a mitad del trayecto y ya del lado venezolano “unos guerrilleros” les cobraron 5 mil pesos a cada uno, “nos revisaron las maletas, gritaban que si llevábamos drogas no pasaba, todos estaban armados pero en bermudas y chanclas, nos quitaron las cédulas para radiarnos, de ahí nos llevaron hasta una cancha de bolas criollas donde esperamos un convoy del Ejército venezolano que después nos llevó al terminal de pasajeros”.
Un mes más
Los días que procedieron a los primeros 13 de caminata, los dos de descanso en Piedecuesta y uno de espera en Bucaramanga, para Daniel y Leonar fueron de confinamiento, primero en una escuela en Táchira (16 días) y luego en una Villa Deportiva en Valera, Trujillo (17 días), “sí, había comida, ni buena ni mala, problemas con el agua, colas para bañarse y colchonetas, pero nada de eso importaba, todo nos sabía a gloria después de tantos días de frío y bajo el sol, después de tantas noches de sentir el dolor del pavimento que se mete por las costillas y de las heridas en los pies. ¡Por fin estábamos en casa! Y a partir de ahí solo era cuestión de horas para reencontrarnos con nuestras familias”.
Ángel guardián
Como Daniel y Leonar muchos venezolanos que se han visto en la obligación de engrosar las estadísticas del éxodo y luego retornar producto de la pandemia, jamás olvidaran esa experiencia, posiblemente se preparen para salir de nuevo a enfrentar al mundo cuando éste sane, o quizás para entonces hayan decidido quedarse en Venezuela, pero hoy simplemente se sienten agradecidos con Dios, ese que nunca les falló ni el peor de los momentos, o como ellos mismos lo cuentan cuando el chivudo de arriba les puso en su camino un ángel guardián de cuatro patas que los acompañó por más de seis días de camino, “apareció la nada, que perro más farandulero, en las noches nos cuidaba y nos avisaba si alguien intentaba acercarse, tuvimos que despedirnos de él cuando vimos que tenía las patitas llenas de llagas y dejarlo en una casa. Dios siempre sabe cómo hace sus cosas. Ojalá y ahora nos ayude con Venezuela”.
Ilustración gráfica: Gustavo Bencomo