Nuestros gobiernos, a lo largo de la historia, no se han caracterizado precisamente por la honestidad en la administración de los recursos públicos. No somos tampoco en este aspecto ninguna excepción en el continente americano, donde los gobernantes siempre han estado envueltos en grado apreciable en casos de corrupción administrativa y enriquecimiento ilícito. Si a ver vamos, con casi toda seguridad ningún país en el mundo está libre de este flagelo, aunque algunos, poquísimos, han alcanzado niveles tan bajos que pudieran ser considerados como libres de esta plaga.
Por otra parte, la corrupción no es ajena al sector privado de la economía, como muchos quisieran aparentar, ni en Venezuela ni en ninguna parte ni en ningún período histórico. Es imposible pensar en que todos los empresarios son honestos y trabajadores, en medio de gobiernos que tienen como denominador común condiciones totalmente opuestas. Lo contrario también es cierto.
Lo señalado no constituye ninguna excusa de la existencia del fenómeno, ni tampoco que se pretenda igualar a todos en este aspecto, ni en su extensión ni en su intensidad. Tampoco significa la existencia de una homogeneidad que no permita diferenciar entre quienes lo son y quienes no, y me refiero de nuevo a gobernantes y empresarios. La afirmación de que todos son unos corruptos no es en absoluto válida, no sólo por no ser cierta sino por ser además perversa y contraproducente, pues quienes la pronuncian están, voluntaria o inadvertidamente, excusando su existencia o minimizando su importancia. Si todo el mundo es corrupto, se trataría de una característica indisolublemente ligada a las prácticas gubernamental y empresarial, por lo cual no habría razón ni para alarmarse ni para enfrentarla. De hecho, en un gobierno o una empresa muy corrompida no sólo puede haber sino que de hecho hay gente que no lo es.
Cuando hablo de gobierno no me refiero sólo al Ejecutivo sino a todos los poderes públicos, pues la conducta de los altos funcionarios es idéntica. También hablo de los poderes estatales y municipales, que también participan entusiastamente de la francachela en un nivel acorde con sus recursos y su jerarquía política, pero no por ello menos grosera y dispendiosa. Y esta conducta en absoluto se hace diferente porque un organismo esté en manos de la oposición. Y me estoy refiriendo a los niveles de toma de decisiones, no a los empleados públicos en general o a los trabajadores ordinarios del sector privado. Esos son ajenos, en principio, a los manejos fraudulentos o a la existencia de privilegios cuestionables. Estos últimos constituyen parte de las corruptelas y de hecho las impulsan y terminan haciéndolas legales y “tolerables”, además de constituir gastos importantes, que merman los fondos públicos requeridos para el funcionamiento cabal de la administración.
A lo anterior se une la obscuridad, el secreto con que se manejan estos aspectos, la ausencia de transparencia que siempre está presente en los espacios donde reina el delito, pero que termina por ser conocida por lo menos en sus generalidades a través de distintos medios y, ocasionalmente, explota a través de un escándalo en la prensa nacional e internacional.
Si el manejo del presupuesto oficial fuera totalmente transparente, de manera de ser conocido en todos sus aspectos en forma oportuna, probablemente se reduciría su uso ineficiente y se prevendría su malversación y el enriquecimiento ilícito de funcionarios y de empresarios. Las operaciones de financiamiento estatal deberían ser realmente públicas, lo mismo que las contrataciones dentro y fuera del país, la asignación y el uso de divisas, las inversiones, los gastos de funcionamiento y de representación. Se requeriría también de contralorías independientes en todos los ámbitos y niveles, que nunca deberían estar en manos de quienes son controlados.