Comencemos aclarando que el conflicto en sí no es malo. Es expresión de la diversidad de intereses e ideas. Por ello, en cualquier relación surgen los conflictos. Hay conflictos de pareja y con los hijos, conflictos con los vecinos, conflictos en las escuelas y en el trabajo, conflictos políticos. Por ello, debemos aprender a vivir con ellos y asumirlos con actitud positiva. Los conflictos pueden ser oportunidades excelentes para crecer, para aprender, para mejorar las relaciones. La calidad de una institución no se determina por si tiene o no conflictos, sino por el modo de resolverlos.
Cuando surge un conflicto, la verdad no suele estar toda de parte de una persona o grupo. Ambos pueden tener parte de razón, pues cada uno ve la situación desde su punto de vista. De ahí la necesidad de abrirse a un diálogo sincero y desprejuiciado, que supone escuchar al otro para comprender sus razones y puntos de vista. Escuchar intensamente, tratando de ponerse en la situación del adversario, no para juzgar, sino para comprender. La escucha cariñosa acerca, construye puentes, disuelve tensiones, encuentra soluciones. Si el otro no se siente aceptado, se aleja, se endurecen las posturas y es muy difícil encontrar soluciones. Si yo sólo escucho a los que piensan como yo, no estoy escuchando realmente, sino que estoy reafirmando mis propias ideas. Tampoco es posible dialogar con el que está convencido de que siempre tiene la razón. Desgraciadamente, la mayor parte de los supuestos diálogos son monólogos yuxtapuestos: hablas tú, hablo yo, pero no hay ninguna intención de abrirse a la verdad del otro para buscar juntos la solución al conflicto. Como dice el poeta Antonio Machado: “Tu verdad, no; la verdad. Deja la tuya y ven conmigo a buscarla”.
En política, es inconcebible la democracia sin conflictos. En palabras de Morin, “la democracia exige consenso, diversidad y conflicto. La democracia se alimenta de conflictos que le dan vitalidad”. Si la democracia es un poema de la diversidad, los conflictos son parte constitutiva de ella. Lo malo puede venir del modo como intentemos resolverlos. Ya desde Aristóteles, el arte de la política consistía en resolver los conflictos mediante la palabra (Parlamento viene de parlar, hablar), el diálogo, la negociación, desechando cualquier recurso a la violencia, que es lo propio de los pueblos primitivos y de las personas inmaduras. Mandar en vez de persuadir eran formas prepolíticas, típicas de déspotas y tiranos. Los que están dispuestos a imponer sus puntos de vista de un modo violento, los que impiden la expresión libre del pensamiento y cierran emisoras y medios críticos, los que pretenden convertir la educación en un medio de ideologizar e imponer un pensamiento único, no entienden lo que es democracia y ciertamente no podrán gestarla. El fin no justifica los medios, y ciertos medios imposibilitan el logro de determinados fines. Será imposible recoger convivencia, unión, inclusión, paz; si sembramos odio, división, exclusión, violencia.
Cuando los conflictos se tornan graves, es necesario convencerse de que no hay alternativa al diálogo, y que la verdad está siempre en el acuerdo. Los intolerantes, los que se la pasan insultando y amenazando sólo necesitan el discurso dogmático y descalificador. Su forma de hacer política es la imposición violenta, y su causa está por encima de los demás. Por ello, nunca serán capaces de construir un país o un mundo mejor por mucho que lo anuncien y proclamen.
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