Como una casa de todos / Por Alí Medina Machado

Sentido de Historia

 

 

 

INTROITO. Todo aquello que está ahí en la imagen latente fue una vida en plenitud. Ayer se llenó de realidades para hablar y gozar; hoy sólo es una estela no diremos de miseria, pero sí de sombras que cubren recuerdos, a pesar de que está vivo el objeto, el panorama arquitectónico que en ese sitio fue edificado, pegado desde entonces como una soldadura indeleble a una adolescencia viva como fue la de nosotros que tuvimos ojos abiertos para grabar lenguajes visuales probables y concretos; entre posibilidades y certidumbres, una nucleación de aconteceres que permitía ver que la vida era para gozarla por las exteriorizaciones del espíritu, de esas emociones que se hacen a granel cuando las condiciones exteriores son propicias y el alma crece como una gran luminosidad expansiva. “… recuerdo hoy, que yo tenía / una ciudad, sumisa y honda, al alcance del beso siempre”. (Rafael Guillén. Tercer gesto, p. 39).

 

ERA UNA VIEJA IDEA. Fue un acierto aquella disposición de un grupo de destacados pobladores de idear un gran hotel en la ciudad, en un sitio aledaño con signos de bucolismo y atractivos de su naturaleza pura y virgen. Cuando entonces, qué íbamos siquiera a sospechar nosotros que podría haber un día esa grandeza en el lugar cercano, donde se pensó hacerlo y se hizo. No nos daba el criterio ni la capacidad de raciocinio para aventurar esa visión tan espectacular. Sólo eriales veíamos en torno nuestro, pero el paisaje nos llenaba porque era nuestra propiedad y andábamos a las anchas por el entorno y lo cubríamos en caminatas cotidianas porque gozábamos esa libertad de acción, y sanamente, sin sospecha de algo malo, sin que hubiera de aparecer un episodio de maldad, una inesperada o concebida mala acción. Vivíamos en ese paraíso terrenal. Éramos párvulos reducidos por todo en nuestro ser, ni edad, ni tiempo, sino muchachos de familias cercanas de los alrededores, de esos barrios entre El Carmen y El Calvario llenos de nombres conocidos todos en su censo total por la gran familiaridad, o porque nos recibían en cada casa como un miembro más de ellas y nos hablaban como hijos suyos y socorrían nuestro hacer cuando era necesario (aquella familiaridad fue signo de filiación por siempre, que la tatuó el tiempo en la biografía de todos o de casi todos hasta hoy). Quiero decir la Calle Arriba que por siempre nos identificó cual secta afectiva y nos llenó de nombres y apellidos por los que eternamente hemos sentido veneración, tanto de los nombres mayores a nosotros, de señoras y señores, como de muchachos y muchachas de ese entonces, que se quedaron gravitando en nuestra mente, emotiva y graníticamente esculpidos como un monumento imborrable, por más que se haya hecho olvido aunque recuerdo por igual en los momentos de una inesperada impronta o porque aparezca una necesidad de nombrarlos.

 

EL TIEMPO Y EL LUGAR: Los tiempos de la vida se van haciendo lejanos con el paso, como una labor de archivo en la memoria. Se estancan como un acierto irremediable. Se hacen placas intangibles adormecidas a veces para siempre. Uno quisiera recordarlo todo, darle lugar al recuerdo como los elementos de una fotografía concreta, una inclusión pues, pero no es posible. Ese tesoro no es permitido por la misma compensación no sabemos dada por quien, o a lo mejor es por nuestra misma condición de seres sensibles, si tenemos ese potencial de actualizar lo que está allí profundo en la conciencia, y entonces se hacen aflorar hojas concretas o específicas de ese gran árbol para el goce y el placer; y, a veces para el dolor y la incomprensión. Entre tiempos y lugares se van constituyendo esas imágenes en especie de visualizaciones reconstruidas. Se tornan en vivificaciones, en estaciones activas de un momento del ayer, un impacto para una retrospección, una lámina abierta tal fuera una fotografía instantánea. Otras veces es la apertura deliberada o al azar de una página documental, una revista, casi siempre, lo que nos permite hacer ese descubrimiento luminoso y festivo. “No hay documento más auténtico y veraz que una foto”. Y así fue, vinieron de presto el tiempo y el lugar de esta imagen, que me permitió ver la fuente de vida que ha habido siempre en la foto-gráfica del antiguo Hotel Carmona, que se llamó más tarde intercambiablemente Hotel Trujillo: ambos nombres de profundo contenido afectivo, porque somos del lugar, de uno parroquialmente, del otro por el gentilicio que nos dio el haber nacido en la ciudad de este nombre, signo de permanente vocablo de identidad de tierra y pertenencia; asidero biográfico que logró hacernos la vida y cumplirla en sus revelaciones más importantes.

 

LA EDAD DE UNO, Uno va viendo pasar su propia edad, está y vive sujeto a ella, va contando los signos que aparecen, ese devenir experiencial acumulándose a nuestro lado y llenándonos de cosas, como un devocionario unas veces escrito, otras veces mantenido en el aire, aunque también fijándose en huella mucho más adentro de la piel. En ese expediente abierto de una manera natural, quiérase o no, el tiempo inexorable en sí mismo va anotando las cosas de nuestro espacio interno y externo, una escritura que se va fijando como un libro, el gran libro de nuestra biografía. Todos somos entonces biografía y libro; una autobiografía.

Y uno va encontrándose con hechos de esa edad vivida que siempre hemos cargado con nosotros, pues han sucedido en la realidad; unos más lejanos que otros; unos muy alejados como éste del cuento del Hotel Trujillo, andando con nosotros por espacio de más de sesenta años, pues este hotel fue construido entre 1953 y 1954:un año escaso y desde entonces está en nosotros, tiene un historial abierto y cerrado en nuestra memoria, como un gran recuerdo, claro, si en sus espacios fuimos intensamente felices, lo recorrimos exteriormente todo, y prácticamente llegamos a andar con tanta naturalidad y libertad por sus predios que creíamos ser propietarios. Ah, porque quiero decir que aquel hotel fue una propiedad colectiva de todos los trujillanos, y hasta él podíamos asistir siempre que tuviésemos el respaldo de nuestro buen comportamiento. Eso, y no tanto el dinero necesario para consumir, pues en infinitas oportunidades estuvimos en él únicamente para el sólo disfrute del paisaje, para una visión de su actividad de fin de semana, por sus atractivos y por su ambiente, para recorrer sus cuidados jardines, ver juegos de bolas criollas en su cancha del fondo, sobre el mismo terreno del ancestral camino de Carmona que por allí discurría, (”Puerta de Golpe” se llamó por siempre); presenciar los grandes bailes y a veces los vermouth danzantes de fines de semana; aunque también, por qué no, como usuarios de su piscina semi-olímpica como llegó a ser clasificado aquel estanque que nos llamó innumerablemente a su “devoración” como sólidos nadadores que éramos, por la destreza que ya traíamos todos los muchachos acostumbrados en ese y en anteriores tiempos a disfrutar de los pozos profundos de la cercana quebrada de los cedros, otro lugar idílico de nuestra biografía ancestral, en ese tiempo feliz y grato que también murió por el paso inexorable que nos hace dar la vida en la breve estación terrena que es lo que nos permite existir, porque tal lo dice el adagio: “goza y disfruta que la vida es breve” o como escribe el poeta; “Me transporto fuera de lo presumido como real / me invito / tras acusar los rasgos de lo tomado por una fantasía / al sitio donde contemplo / cómo el Reino abre sus ventanas / para que lo considerado inexistente / pueda soñar el mundo.” (Gabriel Armand – Mundo alterno, p. 20)

LA IMAGEN EN CONCRETO. Pero, ¿qué era en realidad aquel hotel? De entrada, digo que algo mucho más hermoso que la gráfica que podemos ver de él sesenta años después. Éste de hoy es un monumento muerto por la realidad y para el simple recuerdo, porque ya no nos pertenece y porque perdió aquellos signos de identidad con la ciudad y sus pobladores. Aquel de entonces fue un edificio de dos pisos escasos: 28 habitaciones y cuatro suites: dos en cada extremo. Pero el ambiente ecológico, ¡Dios, mío! Era toda una plenitud, una luminosidad total, por dentro y por fuera: un pedazo del paraíso. Era abierto en plenitud desde su mismo gran estacionamiento. Y el jardín frontal, con un cubrimiento de grama muy verde y perfectamente cortada cada semana, o cada día, tal el grado de atención y de efectividad y sentido de responsabilidad y pertenencia de un calificado personal entrenado, a cuyo frente actuaba un gerente en toda la extensión de la palabra que venía por temporadas rotativamente dentro de aquella gran red hotelera nacional que tuvo el gobierno de entonces, recogida en una sigla o acrónimo: CONAHOTU, no otra cosa que la Compañía Nacional de Hoteles y Turismo. De aquellos gerentes hubo un nombre inolvidable para muchos de nosotros: Humberto Sabatini, de origen italiano. Por él nuestro tributo a los demás, aunque con los primeros sinceramente no tuvimos trato directo, por razones de la edad nuestra, pues éramos muy tempranamente adolescentes para una participación social de aquella naturaleza.
Y en medio del edificio, en la pared exterior frontal del comedor, otro símbolo inolvidable, también desaparecido. El aviso del nombre y lema del hotel en grandes letras entre rectas y curveadas: “En un Monte Andino: Hotel TRUJILLO”, decía.

 

AQUELLOS CONDUCTORES. Eran tiempos propicios que se vivían y hacían a su vez revivir socialmente a todos, porque la concurrencia era masiva ante las cosas que se ideaban y mucha vida interior se desfloraba en los pobladores con una permanente anuencia de la misma ciudad galante como ella sola, viva y solidaria, cuyos signos sociales los ponía a disposición en cada uno de los lugares urbanos, pues todo era un gozo, una manifestación, un jolgorio con lo que el hombre disfrutaba luego de poner fin a las duras jornadas de trabajo cumplidas oficial o privadamente. La ciudad conducida espiritualmente por hombres desenvueltos enamorados de la vida, con un mundo interno esplendoroso ávido de manifestarse por intermedio de cualquier elemento del espíritu, entre la música y el arte, la literatura y su composición, o el comercio y la administración pública, cada uno de ellos, una mayoría mejor, llenos de necesidades materiales, pero cargados de contenidos emotivos con los que colmaban el ansia de una constante “aventura de libertad”, por lo que fijaron huellas de participación y conjuntaron sus esfuerzos para darle a la ciudad esos grandes signos de realizaciones sociales y culturales que luego, las otras generaciones, recibirían como herencia clara y aprovechable también para el disfrute y la recreación.

Este hotel nació en esa forma, de una idea común, de una compostura de opiniones y deseos, porque la urbe creciente clamaba ese servicio, y porque venía gente importante de otros lares cercanos y lejanos a convivir con gente de la ciudad, a llenar una llamada convivencia de cordialidad y de intercambio, siempre festivo, siempre de jolgorio, porque también había en este sentido mucho que mostrar, ya que era la música, el buen comercio, la poesía, la libación y otros ingredientes del espíritu los canales de comunicación que lograba los acercamientos y esa expresada solidaridad mutua. El hombre trujillano de esos años propicios ponía a servir su nombre, lo ofrecía abiertamente a la comunidad en provecho de ésta, con gobernantes comprensivos y socialmente muy participativos, amigos de todos, uno más en el grupo, como se decía; eran fieles a sí y desde sí mismos. “Se identificaban absolutamente con lo que llamamos su destino”. “Exigieron existir para sí mismos como era de igual para los otros” (…).

 

DESCUBRIR LA REALIDAD (EXTRAPOLAR EL TIEMPO). Uno vive entonces con un sabor a reminiscencia, a veces sueña con haber pertenecido a una de esas generaciones anteriores, con haber sido amigo de uno de aquellos ciudadanos, aunque ciertamente logramos hacerlo con unos pocos de ellos, muy pocos con los que sostuvimos encuentros y conversaciones gratas y agradables. “¡Qué importa el tiempo! exclama María Eugenia Rincón en su poema. Somos / un olvido y un nombre / que horadando en la vida, / asiremos las manos que nunca conocimos / y en su vacío, intacta / la palabra que un día quisimos escuchar.” (Frontera de la sombra, p. 62)

Uno da gracias a Dios que logró disfrutar, si no a las anchas, al menos con el límite de sus posibilidades aquellos beneficios sociales y culturales que tuvieron existencia en la ciudad, que tuvo acceso a esos cuerpos socio-culturales tan importantes en su vigencia total. Uno conoció su voz y su lenguaje; su palabra y conversación agradable, el consejo útil recibido y hasta la pequeña congratulación de ellos por lo que estábamos haciendo. Uno mira hacia atrás como a través de un cristal y suele ver enfrente, del otro lado la figura precisa de uno o de varios de aquellos hombres paradigmáticos, por más que el tiempo de ahora no los nombre a todos, sino a muy pocos de ellos, pero están allí subyacentes en los diversos documentos archivados, o mejor, diremos guardados como signo de respeto y porque esta última palabra tiene más gusto afectivo, familiar y sentimental.

 

SÓLO RECUERDOS QUEDAN. Siempre tenemos ante nosotros un paisaje de los de la ciudad, siempre lo vamos a tener, y de otros, por qué no; con las mismas formas y características como en verdad han sido, pero no con el mismo significado incambiable, sino mutante de acuerdo con nuestra condición sentimental. Además de que esos paisajes tienen un grado de contenido diferente para nuestra condición humana, unos más adentrados en la conciencia y en el recuerdo, otros tangenciales como siempre han sido. Nuestros sentidos reaccionan de modo muy particular ante una determinada imagen delante. Uno la vive y la revive fijada a nuestra propia biografía, porque fuimos de sus adentros y de sus afueras; de su semblante exterior, pero más de su mundo o realidad interior. En el caso del Hotel Trujillo, nos pega la imagen por igual, por fuera y por dentro; su fisonomía y su cuerpo interior, ya que se hizo paisaje total galvanizado al que nunca hemos querido convertir en ruina. “Todo estado del alma es un paisaje”, acabo de leer, y me impacta esta aseveración, me emociona dulcemente, porque hay rostros y lugares que uno los internaliza intensamente y los convierte en paisajes en el alma, los sensibiliza y asume emotivamente como una parte de la vida, se estacionan en el interior no como una materia viva, sino como un hecho intangible también vivo. Y como dice un autor: “Una tristeza es dentro de nosotros un lago muerto, una alegría, un día de sol en nuestro espíritu”, entonces me pregunto, tal vez retóricamente, ¿No es mejor que esa tristeza que vengo confesando originada por una imagen visiblemente inerte del Hotel Trujillo, la convierta más bien, como puede ser, en una alegría, en un día de sol en mi espíritu? ¡Ah!, porque resulta que también tenemos el portento de extrapolar los signos del recuerdo, avivarlos y darles otra dimensión; ponerlos en otro estado, hasta cambiarles la forma y el color; es decir, somos creativos por esencia y naturaleza. Y es cuando me digo: ¡hazlo! Y entonces ahora sólo quiero rememorar los signos alegres y dichosos que hubo en mi vida pasada en ese sitio hermoso. Sólo goce y placer debo sentir y expresar, sólo contento y satisfacción al remover mi recuerdo, mi silencio existencial por ese sitio espléndido de la ciudad natal.

 

 

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