“Comer el mundo”, y “salvaguardar el mundo”, son metáforas, frecuentes en la boca de líderes indígenas, que cuestionan el paradigma de nuestra civilización, cuya violencia casi ha hecho desaparecer a los indígenas. El virus Covid-19 ha caído como un rayo sobre el paradigma de “comer el mundo”, es decir, explotar ilimitadamente todo lo que existe en la naturaleza, bajo la perspectiva de un crecimiento/enriquecimiento sin fin. El virus ha destruido los mantras que lo sustentan: centralidad del lucro, alcanzado mediante la competencia, la más feroz posible, acumulado privadamente, a costa de la explotación de los recursos naturales. De obedecer estos mantras, estaríamos seguramente en mal camino. Lo que nos está salvando es lo ocultado e invisibilizado en el paradigma de “comer el mundo”: la vida, la solidaridad, la interdependencia entre todos y el cuidado de la naturaleza y de unos a otros. Es el paradigma imperativo de “salvaguardar el mundo”.
El paradigma de “comerse el mundo” es muy antiguo. Viene de la Atenas del siglo V a.C., cuando el espíritu crítico irrumpió y permitió percibir la dinámica intrínseca del espíritu que es la ruptura de todos los límites y la búsqueda del infinito. Tal propósito fue pensado por los grandes filósofos, por los artistas, aparece también en las tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides y es practicado por los políticos. Ya no es el medén ágan del templo de Delfos: “nada en exceso”.
Este proyecto de “comer el mundo” tomó forma en la misma Grecia con la creación del imperio de Alejandro Magno (356-323), que con sólo 23 años fundó un imperio que se extendía desde el Adriático hasta el río Indo, en la India.
Este “comer el mundo” se profundizó en el vasto Imperio Romano, se fortaleció en la era colonial e industrial moderna y culminó en el mundo contemporáneo con la globalización de la tecnociencia occidental, expandida a todos los rincones del planeta. Es el imperio de lo ilimitado, traducido en el propósito (ilusorio) del capitalismo/neoliberalismo de crecimiento ilimitado hacia el futuro. Basta con poner como ejemplo de esta búsqueda de crecimiento ilimitado el hecho de que en la última generación se quemaron más recursos energéticos que en todas las generaciones anteriores de la humanidad. No hay lugar que no haya sido explotado para la acumulación de bienes.
Pero he aquí que ha surgido un límite insuperable: la Tierra, limitada como planeta, pequeña, superpoblada, con bienes y servicios limitados, no puede soportar un proyecto ilimitado. Todo tiene límites. El 22 de septiembre de 2020, las ciencias de la Tierra y de la vida lo han identificado como el Día del Sobregiro de la Tierra (The Earth Overshoot Day), es decir, el límite de los bienes y servicios naturales renovables, básicos para mantener la vida. Se han agotado. El consumismo, al no aceptar límites, conduce a la violencia, arrancando a la Madre Tierra lo que ella ya no puede dar. Estamos consumiendo el equivalente a una Tierra y media. Las consecuencias de esta extorsión se manifiestan en la reacción de la Madre Tierra agotada: aumento del calentamiento global, erosión de la biodiversidad (unas cien mil especies eliminadas cada año, y un millón en peligro), pérdida de la fertilidad del suelo y creciente desertización, entre otros fenómenos extremos.
Traspasar algunas de las nueve fronteras planetarias (cambio climático, extinción de especies, acidificación de los océanos y otros) puede provocar un efecto sistémico, haciendo que caigan las nueve e induciendo así el colapso de nuestra civilización. La irrupción del Covid-19 ha puesto de rodillas a todas las potencias militaristas, haciendo inútiles y ridículas las armas de destrucción masiva. La gama de virus previamente anunciados, si no cambiamos nuestra relación destructiva con la naturaleza, podría sacrificar a varios millones de personas y adelgazar la biosfera, esencial para todas las formas de vida.
En la actualidad, la humanidad se ve embargada por el terror metafísico ante los límites insuperables y la posibilidad del fin de la especie. El Gran Reinicio (Great Reset) del sistema capitalista es ilusorio. La Tierra lo hará fracasar.
En este dramático contexto es donde surge el otro paradigma, el de “salvaguardar el mundo”. Ha sido planteado en particular por líderes indígenas como Ailton Krenak, Davi Kopenawa Yanomani, Sônia Guajajara, Renata Machado Tupinambá, Cristine Takuá, Raoni Metuktire y otros. Para todos ellos existe una profunda comunión con la naturaleza, de la que se sienten parte. No necesitan pensar en la Tierra como la Gran Madre, Pachamama y Tonantzin porque la sienten así. Salvaguardan de manera natural el mundo, porque lo sienten como una extensión de su propio cuerpo.
La ecología de lo profundo e integral, tal y como se recoge en la Carta de la Tierra (2000), en las encíclicas del Papa Francisco Laudato Si’: cómo cuidar nuestra casa común (2015) y Fratelli tutti (2020), y en el programa Paz, Justicia y Preservación de la Creación del Consejo Mundial de Iglesias, entre otros grupos, han asumido salvaguardar el mundo. El propósito común es garantizar las condiciones físico-químicas-ecológicas que sostienen y perpetúan la vida en todas sus formas, especialmente la vida humana. Estamos ya en la sexta extinción masiva y el antropoceno la está intensificando. Si no leemos emocionalmente, con el corazón, los datos de la ciencia sobre las amenazas que pesan sobre nuestra supervivencia, difícilmente nos comprometeremos a salvaguardar el mundo.
El Papa Francisco advirtió seriamente en la Fratelli tutti: “O nos salvamos todos juntos o no se salva nadie” (nº 32). Es una advertencia casi desesperada si no queremos “engrosar el cortejo de los que van hacia su propia tumba” (Z. Bauman). Damos el salto de fe y creemos en lo que dice el Libro de la Sabiduría: “Dios es el apasionado amante de la vida” (11,26). Si es así, Él no permitirá que desaparezcamos tan miserablemente de la faz de la Tierra. Así lo creemos y así lo esperamos.