Por: Antonio Pérez Esclarín
Los seres humanos somos seres físicos, sociales, y también espirituales. Afortunadamente, van quedando atrás aquellos días en que la ciencia afirmaba que sólo existe lo medible u observable. Con una pedantería insólita y una ceguera generalizada llegaron a pontificar que todo lo que no puede explicar la ciencia, sencillamente no existe. De este modo, Dios, la vida espiritual, la fe e incluso las inquietudes existenciales quedaban relegadas, según ellos, al mundo definitivamente superado de lo inculto, de lo irracional, propio de gentes que vivían de espaldas a la modernidad.
Naturalmente, en este planteamiento tan simple como poco científico, no tienen cabida las preguntas esenciales que, por mucho que pretendamos ignorar, han brotado siempre, brotan y seguirán brotando en el corazón del hombre: ¿Por qué existe todo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Termina todo con la muerte? Y es que, aunque algunos traten de ignorarlo o negarlo, el misterio brota en cada esquina: en la mera existencia, en la inmensidad del cosmos, en la historia de la humanidad, y en el interior de cada persona. De hecho, todo, desde la célula y el átomo más pequeños, que escapan a la penetración de nuestra mirada, hasta esos océanos de galaxias con sus millones de estrellas, más numerosas que las arenas de los mares, es un misterio inexplicable y ante él, la ciencia queda muda pues no tiene nada que decirnos. Todo y muy especialmente los seres humanos, estamos habitados por el misterio, y saberlo y reconocerlo es precisamente lo que nos distingue de los otros seres vivos. El árbol vive, el perro vive, el pez vive, pero viven sin preguntas, sin capacidad de reflexión, sin misterio. Desde que existe el ser humano, el universo es, por primera vez, un universo pensado, investigado, cuestionado.
Los seres humanos somos capaces de asumir la vida como pregunta y de asomarnos con temor al misterio de una existencia que pudo muy bien no haber sido. Nacemos en misterio, vivimos en misterio y morimos en misterio. El padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein, tenía un sentido muy acusado del misterio y afirmaba que podemos vivir como si no existiera el misterio, o vivir como si todo fuera misterio. “La experiencia más bella –dice- que podemos tener es la de lo misterioso. Se trata de un sentimiento fundamental que es, como si dijéramos, la cuna del arte y de la ciencia verdadera. El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir”.
El cientificismo se basó en la idea de que la espiritualidad y la ciencia eran antagónicas, que se excluían mutuamente. Hoy sabemos que ciencia y espiritualidad más que ser contradictorias, pueden ser complementarias. Si bien la espiritualidad no siempre se entendió de manera correcta, y se le identificó con la evasión del mundo y la oposición a lo material, hoy la espiritualidad se viene entendiendo con creciente claridad como la dimensión profunda del ser humano, que nos impulsa a vivir con un amor universal y una libertad incondicional… En consecuencia, la espiritualidad no nos hace más individualistas sino más universales, menos egocéntricos; nos lleva a interesarnos en el bienestar de todos los seres, no solo en el propio bienestar. El fin de toda espiritualidad auténtica está en el servicio desinteresado a toda la humanidad. La espiritualidad trasciende la razón, no la reprime, no la rechaza. Esto quiere decir que el hombre espiritual es razonable, pero va más allá de la razón. .
@pesclarin
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