Raúl Díaz Castañeda
La Universidad de los Andes está cumpliendo 240 años. La segunda más antigua de nuestro país. Más de dos siglos que por sí la hacen verdaderamente ilustre, lo que obliga a enaltecer a su fundador, el obispo fray Juan Ramos de Lora. En 1787 el Seminario de Buenaventura, la casa original, tenía 42 estudiantes y fama de buena enseñanza, que desde Mérida iluminaba las regiones de Barinas, San Cristóbal, Trujillo y Maracaibo. No es necesario aquí repetir esa historia. Pero el dato me despierta apretadas nostalgias, porque en 1952, imberbe, más asustado que ambicioso, iba yo, con los cuatro tomos de la Anatomía de Testut-Latarjet, a Mérida, para allí intentar un muy competido ingreso a la Escuela de Medicina. Me encontré con una alborozada multitud de jóvenes, más de un millar de muchachos llegados desde todos los puntos cardinales del país, que también habían venido a buscar caminos para la inteligencia y la libertad, porque la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, uno de tantos en nuestra militarizada Historia, había cerrado la Universidad Central. La matrícula, forzada por las circunstancias, no pudo pasar de novecientos sesenta y seis estudiantes, una enormidad en avalancha que la Universidad, todavía muy modesta, no esperaba. La urbe, Mérida, la apacible Ciudad de los Caballeros, cambió, entonces, para siempre. Pasó de ciudad pequeña con una universidad provinciana, casi bucólica, a campus de una gran universidad, donde al correr de pocos años ocurrirían grandes transformaciones estructurales, que le otorgaron un prestigioso relieve en el concierto de las casas de estudios superiores de América Latina. Ciudad/campus. Porque todos sus habitantes, absolutamente todos, se involucran en su hacer y devenir. No pudo imaginarlo el recatado y piadoso obispo Lora. Ni el doctor Caracciolo Parra Olmedo, trujillano de excelencia, el Rector Heroico, que se negó a dejar morir aquella sana ambición de progreso intelectual. Ni el acucioso cronista don Tulio Febres Cordero. Pero sí, estoy seguro, el joven profesor Pedro Rincón Gutiérrez, quien, con traje y raqueta de tenis, absolutamente desenfadado, en el examen de admisión me hizo una sola pregunta: “¿Por qué escogió la carrera de medicina?” Que traduje, con su fresca sonrisa aprobatoria, en “Usted se queda con nosotros”. Y así fue. Cuatro años que definieron mi personalidad estuve allí, hasta 1956, cuando por circunstancias que no vienen al caso, me fui a la Universidad Central de Venezuela, para ser en 1958 partícipe anónimo de la derrota de aquel penúltimo dictador, e integrante orgulloso de la apoteósica Promoción de la Libertad, que cantó, con emoción humedecida de lágrimas, el Himno Nacional, bajo las sound clouds de Calder en el Alma Magna. Después, en 1972, retorné a la Universidad de los Andes, convertida en un gigantesco organismo de más de treinta mil estudiantes, de la que habían egresado más de veintiocho mil profesionales en distintas áreas del conocimiento superior, para de la mano del querido rector Rincón Gutiérrez recibir el título de Doctor en Medicina. Allí se sembró el petróleo.
Bajo aquellos puentes por los que paseé mi airosa juventud, uno de ellos de la mano de la Tongolele, la de mi cuento premiado, historia de una Mérida que hace mucho tiempo desapareció, han corrido muchas aguas, turbulentas algunas, pintorescas otras, gloriosas las más, hasta llegar a estas que hoy nos ahogan, en las que no quiero detenerme porque no tengo cerca un muro de lamentaciones.
Me quedo con los recuerdos, privilegio de mi edad. El de Madame Roland cuando su revolución la envió a la guillotina, invento de un médico, porque de todo hay en este mundo, Joseph Ignace Guillotin; grita la madame: “Libertad, cuantos crímenes se cometen en tu nombre.” Y en el del famoso cuento corto de Augusto Monterroso: “Y cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba allí.” Porque, al parecer, estamos condenados, los humanos, a los mandatos inconscientes del cerebro reptil, el más antiguo del cerebro triuno, que vive agazapado en la parte posterior de nuestra caja encefálica, el paleoencéfalo, según la teoría del neurocientífico norteamericano Paul McLean. Desde hace siglos se ha puesto en las universidades que se respetan, la esperanza de desalojar ese dragón de su caverna. Estamos muy lejos de eso. El pensador marxista alemán Arthur Koestler, no lo vio viable, y al final se suicidó. Menciono el suicidio con segunda intención.
La universidad, universitas, fue una invención eclesiástica de la Edad Media, asociación monástica de maestros y estudiantes para tratar asuntos de la trascendencia que importaban a la realidad. Nuevas maneras de pensar la vida y el mundo que pudieran definir nuevas verdades. Ese es su fundamento. La ideología no cabe allí como objetivo, aunque sí como tema conversacional. Esto no se cumple siempre. Y es su riesgo. En el mundo moderno teóricamente es un organismo fundamental, para a través de la ciencia buscar conocimientos que permitan el progreso beneficioso colectivo en todos sus órdenes. Tampoco es así. La bomba atómica sobre Hiroshima fue una advertencia, hoy una bagatela. Miles de ojivas nucleares esperan la hora cero de los locos del poder mundial. La bestia y sus cachorros gozan de buena salud y tienen casi todo el dinero del mundo. El doctor Frankenstein y el doctor Jekyll andan sueltos. La peste de la guerra resucita a Camus…
Contra la guerra y otras atrocidades de su tiempo el doctor José Gregorio Hernández desangró su corazón y sus rodillas. Y frente a la otra peste, la bubónica, y de los Judas y los deslenguados, el sabio Rafael Rangel prefirió el suicidio.
Cuando nosotros en Venezuela, hablamos de esos objetivos fundamentales de la Universidad, los encontramos eficazmente instrumentados en la universidad de José Gregorio Hernández y Rafael Rangel, en el paso del siglo XIX al XX, época de la llegada de los andinos al poder, la definitiva integración territorial del país. Venezuela, entonces, vivía uno de esos momentos que don Mario Briceño Iragorry, trujillano formado en la Universidad de los Andes, en su angustia de patria grande total, llamaba crisis de pueblo. Crisis de conciencia. Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, generales a fuerza de chorros de testosterona, en un jalón de triunfos bélicos mediocres, van, en parodia bolivariana, desde la frontera con Colombia hasta el solio presidencial de la república, y dejan sus hediondos hunos chácharos en la plaza de Bolívar, en bronce imposible de Adamo Tadolini mirando a un futuro que es ese que está allí, en su plaza, frente a la Casa Amarilla, el mar donde en agonía dijo había arado. Con aquellos dos bárbaros, gendarmes necesarios que dijo el gomoso Laureano Vallenilla Lanz, intelectual justificador de la fuerza bruta en funciones del poder público, llega la vesania en son de venganza ancestral para aquietar el cuero seco de la república que dijo Toñito Guzmán Blanco, recién muerto en el Paris de sus desvaríos, donde, con lo que había robado del flaco erario nacional, vivía a sus anchas, rodeado de sus alacranes cómplices y de una aristocracia podrida, burlándose del pobre pueblo que había puesto en él la vapuleada esperanza de redención durante la matazón de la Guerra Federal. Llegan, pues, los dos compadres andinos, y sientan su dinastía, colmo de arbitrariedades, autoritarismo, nepotismo, dolo, quisicosa, tramposería, relajo social, griterío, toda esa avalancha de pestes que le tetanizaron la mano escritora al cronista vitriólico doctor Pedro Núñez de Castro en sus “Memorias” de la época de los Monagas, rescatadas del olvido por el poeta y escritor fundador de la República del Este, paralela de la Cuarta, esplendor de la intelectualidad iconoclasta, Caupolicán Ovalles, nieto del cizañoso Víctor Manuel Ovalles, en su juventud amigo de Rafael Rangel, uno de los que distorsionaron la relación entre el maestro Hernández y el discípulo Rangel.
Aquel fue, pues, el endeble y rijoso escenario en el que les tocará actuar a José Gregorio Hernández, médico joven con altos estudios en Europa, para introducir la medicina experimental en la Universidad Central de Venezuela y convertirse en Padre de la Bacteriología en este país, y Rafael Rangel, un bachiller que había abandonado sus estudios universitarios de medicina, para hacerse laboratorista y convertirse en Padre de la Parasitología en el mismo. Hernández, cristiano en profundidad practicante, de fe absoluta, que no se dejó arredrar por los científicos positivistas ateos que lo rodeaban en las salas del Hospital Vargas, su laboratorio y la Academia de Medicina, fundada esta por ellos, profesor de formación científica sólida para su tiempo, que ejerció su cátedra con una rigurosidad epistemológica que parecía contrastar con el bondadoso popular ejercicio clínico de su profesión, sin distinción de clases, en curación o compasión, y la callada práctica religiosa eclesial, que lo llevó hasta intentar ingresar a la orden de los cartujos, la más difícil de la Iglesia católica apostólica romana. Rangel, autodidacta, con una inveterada tendencia a la depresión emocional y al aislamiento social, alumno genial en el laboratorio del doctor Hernández, aprendió las técnica histológicas para la observación microscópica de los tejidos, llegando a perfeccionarlas al extremo que el doctor Hernández las comparó a las del científico español Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina en1906, y así se lo confesó a su amigo fraternal de toda su vida, Santos Dominici, científico formado en Europa como él, como Luis Razetti, como Pablo Acosta Ortiz, sugiriendo, con su seriedad de siempre, que si Rangel se dedicaba a la parasitología podía llegar a logros importantes y necesarios, en aquel momento en que por ellos la Universidad entraba de lleno a su esencia científica, como lo había querido Bolívar cuando, sin conocerlo, le entregó esa misión al sabio doctor José María Vargas, a mi juicio el más sobresaliente venezolano después del Libertador. En 1827, desde su corazón abundante y su grandeza suprema, preveía Bolívar momentos muy difíciles para la patria que había tratado de construir, que después de la muy larga contienda por la emancipación, quedara a merced de los hombres de la guerra, cuya mayoría el único mérito demostrado era su valentía para matar adversarios. “¡Qué voy a hacer con esta gente!”, le confesó angustiado en Bucaramanga a su edecán francés Luis Perú Delacroix. Y fue lo que sucedió. Pudo decirle:
“Lo necesito, doctor Vargas, para que eduque este pueblo en los principios republicanos, porque la educación forma al hombre moral, y para formar un legislador se necesita, ciertamente, de educarlo en una escuela de moral, de justicia y de leyes, porque la nación será sabia y virtuosa si los principios de la educación son sabios y virtuosos. Las naciones marchan hacia el término de su grandeza, con el mismo paso con que camina la educación. Ellas vuelan si estas vuelan, retrogradan si retrograda, se precipitan y hunden en la oscuridad, si se corrompe, o absolutamente se abandona. No hay esperanza de justicia donde no se encuentran ni equidad ni talento para manejar los grandes asuntos de que depende la vida del Estado”.
Muy lejos, y muy cansado, y decepcionado está Bolívar de aquella hazañosa epopeya de 1813, la Campaña Admirable, cuando al pasar por la Universidad de Mérida, los adustos señores de la villa le otorgan el título de Libertador, y algunos de los pocos estudiantes de ella se fueron tras sus tropas.
De José Gregorio Hernández, el día de su muerte, dijo Razetti que había sido un milagro histórico de fe, bondad y pureza, y por eso era el hombre más respetable que había conocido. En un momento de alta tensión emocional que conmovió a todos los habitantes de Caracas, él, Razetti, ateo, reconocía la santidad existencial de su amigo y colega. Pudo también reconocer el extraordinario aporte de Hernández al avance científico de Venezuela, pero pienso que no lo dijo por demasiado obvio. De Rangel, a cuyo entierro apenas fue su compañera marital Ana Luisa Romero, y algunos de sus discípulos, entre ellos Domingo Luciani, contó don Mario Briceño Iragorri en su “Pequeño Anecdotario Trujillano”: “Cuando el sabio Hernández–padre científico de Rangel– comentaba el fin doloroso de su discípulo, anunció la hora de su reparación inútil: Me duele por su alma y por lo que pudo dar; pero a pesar de que lo persiguieron por negro, día llegará en que su figura, en blanco mármol mantendrá entre las futuras generaciones el recuerdo de la luz que derramó sobre la ciencia de su patria.”
Traicionado por su vicepresidente Juan Vicente Gómez, Castro, que había ido a Alemania a curarse quirúrgicamente una fístula estercorácea con la vejiga, tuvo que quedarse en el exilio hasta su muerte, convertido en fantasma. Entonces el escamado humorismo negro de los caraqueños comentó: “Se fue Atila, pero dejó su caballo.” Para eso quedan los tiranos, para el sarcasmo de los pueblos arruinados por sus ambiciones. Pero eso les resbala en su piel de dinosaurio.
José Gregorio Hernández y Rafael Rangel, aquel sabio y santo, este genial y modesto, fueron, en cierto modo, epítomes de Vargas, fueron dos lumbreras correspondientes, focos de extraordinaria luminosidad en una elipsis política y social oscura, en algunos aspectos tenebrosa, y en otros para la vergüenza, que al margen de lógicas pequeñas controversias propias de lo social humano, que dieron origen a un anecdotario prescindible por la pequeñez de sus objetivos, no exentos de odios e intereses políticos. Rangel, abatido por el affaire de la peste bubónica en La Guaira, se suicidó a los treinta y dos años de su edad. Hernández diez años después murió atropellado por un automóvil cuando iba apresurado a socorrer un enfermo. Los restos mortales de ambos reposan hoy con legitimidad absoluta en el Panteón Nacional. Y los de don Mario Briceño Iragorry. Tres trujillanos civiles que se ubicaron para siempre en nuestra Historia, con su inteligencia, su bondad y un elevadísimo sentido del deber. Los recordamos hoy aquí, con agradecimiento de buena venezolanidad, en este acto que celebra los doscientos cuarenta años de nuestra ilustre Universidad de los Andes, en esta villa universitaria, el Núcleo Universitario Rafael Rangel, cuyos estudiantes y profesores han mantenido por muchos años una incansable lucha heroica, en condiciones adversas, un tanto solos, que merece la atención y la ayuda de todos, al margen de las ideologías y las diferencias políticas, porque, aunque muchos no lo sientan, aquí sigue latiendo la esperanza y el esfuerzo de un Trujillo laborioso, de gente buena e inteligente, que ha sabido estar a la altura de grandes momentos históricos de la nación, que tiene derecho a un futuro mejor, sustentado en sus reales potencialidades, para un justo crecimiento armonioso, digno y sustentable para todos.
CIENCIA Y CONSCIENCIA EN LA VENEZUELA DE LOS CAUDILLOS