Pocos países realizaron un esfuerzo tan sistemático como el de China por proyectar una imagen constructiva en el área internacional. Desde su tesis del “emerger pacífico”, que definía a una potencia con capacidad para responder a sus propios retos sin representar una amenaza para nadie, hasta el planteamiento de la democracia entre las naciones, como expresión de respeto al pluralismo internacional, pocos estados habían asociado su política exterior al “poder suave” de manera tan eficiente como China durante estas últimas décadas.
El resultado de lo anterior se hizo sentir. Mientras la Unión Europea llegó a ver a China como un congénere en la búsqueda de un mundo multipolar sustentado en el derecho internacional, los países en desarrollo la visualizaron como una potencia benevolente y respetuosa que no buscaba imponer a otros sus propias convicciones. En su edición del 20 de septiembre de 2005, Oxford Analytica hacía referencia a una encuesta mundial de la BBC sobre China. En ella quedaba patentizado que la mayoría de la opinión pública internacional veía con buenos ojos a este país. Esta percepción resultaba tanto más significativa cuanto que abarcaba a sus propios vecinos.
Cierto, China ha mantenido temas no negociables internacionalmente: Taiwan, Tíbet y Xinjiang. Considerados como parte inalienable de su soberanía histórica y como núcleos esenciales de su interés nacional, su entrada en escena hacía que su poder suave se tornase en “duro”. Pero en balance ello no afectaba demasiado su imagen de actor internacional constructivo. Las siguientes palabras del exministro del Exterior germano Joschka Fischer, expresaban bien lo dicho: “China se transformará en una superpotencia volcada hacia sí misma” (Straits Times, 7 October, 2010). En otras palabras, no agresiva en tanto se respetasen sus áreas vitales.
A partir de 2008, sin embargo, la situación anterior comenzó a cambiar y su política exterior se tornó más asertiva con cada año transcurrido. Más aún, su “dureza” se extendió. Los núcleos centrales de su interés nacional pasaron a abarcar también a las islas en disputa del Mar del Sur de China y a las Senkaku/Diaoyu. Ello colocó a China en curso de colisión directa no solo con la mayoría de los países de Sudeste Asiático sino también con Japón.
De ambos temas, sin embargo, el del Mar del Sur de China ha resultado el más apto para erosionar tanto la credibilidad como la eficacia de su política exterior. Ello en la medida en que la asimetría de poder con los vecinos del área proyecta al país bajo la imagen de guapetón de barrio. Pero hay más. Mientras los países del Sudeste Asiático sustentan sus posturas en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1994, China apela a ambiguos derechos ancestrales no reconocidos por el derecho internacional. En virtud de ello ha ido alterando a su favor a las zonas en disputa: transformando a arrecifes en islas, construyendo infraestructuras y militarizando sus espacios. Así las cosas, la percepción de una potencia que abusa de su poder haciendo caso omiso de la razón ha ido cobrando forma dentro de la comunidad internacional.
Sea como fuese, y sin establecer juicio de valor acerca de sus derechos, lo cierto es que las consecuencias de esta nueva estrategia le están resultando inmensamente contraproducentes. Las mismas han generado una alianza de facto entre Estados Unidos, Japón, India y Australia y están haciendo converger alrededor de Washington a Filipinas, Vietnam y demás países involucrados. A pesar de no ser parte del diferendo marítimo, también Indonesia rechaza la actitud de Pekín. El resultado ha sido el “envolvimiento” de China, el fortalecimiento regional de India y Japón y el retorno de Estados Unidos a una región en la cual su influencia se estaba opacando. A lo anterior habría que agregar la erosión de su imagen y la pérdida del alto respeto de la comunidad internacional hacia su buen juicio.