La consistencia estratégica juega un papel fundamental dentro de la competencia por el liderazgo internacional entre China y Estados Unidos. Dicha consistencia se traduce en un curso de acción sostenido en la persecución de objetivos claros. Ello no sólo implica la presencia de un mapa de ruta sino la capacidad para evitar la distracción y el desvío.
De entrada, Estados Unidos se halla en desventaja en este campo. Como la superpotencia establecida, dicho país se encuentra geopolíticamente involucrado en diferentes escenarios de manera simultánea. Sus riesgos de distracción y dispersión resultan, por tanto, mucho mayores que los de China. De hecho, en los últimos dos años Estados Unidos ha estado a punto en varias ocasiones de irse por la tangente y adentrarse en una guerra absolutamente innecesaria con Irán.
A la inversa, con ambiciones geopolíticas más localizadas y cercanas a casa, China resulta más proclive a mantenerse en foco y a circunscribir sus acciones a un sentido de propósito definido. A la vez, sus objetivos han sido plasmados de manera precisa. Para 2049, centenario de la fundación de la República Popular, China aspira a alcanzar una prominencia acorde a su pasado glorioso. Proyectos como el del Sueño Chino de Rejuvenecimiento Nacional o el Hecho en China 2025, convergen en definir metas concretas que deberán haber sido alcanzadas para esa fecha. El compás estratégico de China es claro.
Kevin Rudd, ex Primer Ministro de Australia, captaba bien esta diferencia de compás estratégico: “Desde el fin de la Unión Soviética ha habido poca dirección estratégica en la idea de Occidente y en los elementos centrales de la democracia liberal. Por el contrario, Occidente se muestra autosatisfecho y globalmente complaciente. China, por el contrario, marcha con paso firme hacia la realización del destino que se ha trazado. China dispone de una estrategia clara. Occidente no tiene ninguna” (“Xi Jinping offers a long-term view of China’s ambition”, Financial Times, October23, 2017).
Durante su confrontación con la Unión Soviética, en efecto, Occidente y muy particularmente Estados Unidos dispusieron de un claro rumbo estratégico. Este vino determinado por el componente ideológico. Esta nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y China no responde sin embargo a elementos ideológicos. El régimen chino no busca venderle a nadie las virtudes del comunismo. Ni siquiera a su propia población. La nueva identidad china se mide por la capacidad de proveer resultados. En tal sentido, la emergente Guerra Fría con Washington se plantea en términos de eficiencia. En la eficiencia que sepan mostrar sus dos modelos, uno autoritario y el otro democrático, para responder a los retos planteados.
Para Estados Unidos ello representa la peor de las opciones posibles, pues encuentra al país en medio de una crisis institucional profunda que ha hecho de su modelo un paradigma de disfuncionalidad. Estados Unidos se ha transformado, efectivamente, en una sociedad fracturada en la que sus divisiones se han vuelto irreconciliables. En el pasado, tales divisiones se planteaban a un nivel vertical en el que el anverso de cada posición encontraba su reverso, pero en donde anversos y reversos se mezclaban sin proyectar identidades definidas. En la actualidad, en cambio, tales divisiones se han fusionado con las identidades partidistas, desatando una profunda polarización. Dos sociedades enfrentadas coexisten lado a lado, demonizándose y buscando destruirse. El país evidencia, como consecuencia, una gigantesca fractura horizontal que está tornando cada vez más inoperativas a sus instituciones.
Así las cosas, un modelo democrático pero absolutamente disfuncional muestra su incapacidad creciente para competir, en términos de eficiencia, con un modelo autoritario pero con capacidad de respuesta. El Covid-19 ha dado evidencia de ello. Aunque culpable de la falta de transparencia inicial, que coadyuvó a la difusión mundial de la pandemia, China ha logrado controlar ésta en su territorio. Contando con una población de 1.3 mil millones de habitantes, China se coloca al nivel de países como Singapur o Dinamarca que apenas rondan los seis millones, en el control del coronavirus. Del millón de muertos que ha producido el coronavirus en el mundo, en cambio, Estados Unidos con apenas 4% de la población global ha aportado 20% de los muertos.
Mientras China persigue el objetivo preciso de convertirse en el número uno para el 2049, Estados Unidos se ha transformado en un lugar impredecible. Impredecible e ineficiente. Mientras es imposible determinar en qué dirección se dirige su sociedad a mediano plazo, es claro que el país continuará cambiando de rumbo con cada cambio de inquilino en la Casa Blanca. Mientras cada nueva manifestación de eficiencia confirmará el rumbo de China, cada nueva evidencia de disfuncionalidad no hará más que incrementar la desorientación estadounidense.
Alfredo Toro Hardy