El desenlace de las recientes elecciones presidenciales en Chile deja una lección que trasciende nombres, ideologías y coyunturas políticas: la democracia chilena volvió a funcionar, más allá de la inquietud y el suspenso, abonados por una polarización que no se veía en esa tierra austral desde hace muchos años.
En un contexto regional marcado por la polarización, la desconfianza institucional y los cuestionamientos a los procesos electorales, el país sudamericano ofreció una señal clara de madurez cívica.
Chile demostró que, aun en medio de profundas diferencias políticas y sociales, es posible resolver el rumbo del poder mediante el voto, el respeto a las reglas y la aceptación del veredicto ciudadano.
Este domingo, Chile vivió el mayor giro a la derecha desde el retorno de la democracia hace 35 años. El ultraderechista José Antonio Kast se convirtió en presidente electo tras imponerse con una amplia ventaja a la candidata comunista Jeannette Jara. Con más del 99 % de las mesas escrutadas, Kast obtuvo cerca del 58 % de los votos frente al 41 % de Jara, quien había sido la candidata más votada en la primera vuelta.
El mensaje de las urnas fue inequívoco, sin espacio para interpretaciones forzadas ni disputas sobre la legitimidad del resultado.
Más allá de quién ganó o perdió, el proceso electoral se desarrolló en orden, con normalidad institucional y con altos estándares de transparencia. Las mesas funcionaron sin mayores incidentes, el escrutinio avanzó con rapidez y los resultados fueron conocidos en pocas horas.
En tiempos en los que la confianza en los sistemas electorales se erosiona con facilidad, Chile volvió a mostrar que su arquitectura democrática sigue siendo sólida y confiable.
Uno de los gestos más relevantes de la jornada fue la pronta aceptación de la derrota por parte de Jeannette Jara. Ante la magnitud de la diferencia, la candidata oficialista reconoció rápidamente el resultado y envió un mensaje que contribuyó a cerrar el proceso con serenidad.
“La democracia habló fuerte y claro”, escribió en su cuenta en X, tras comunicarse con Kast para desearle éxito “por el bien de Chile”. Ese reconocimiento no solo evitó tensiones innecesarias, sino que reafirmó una tradición política que ha sido clave para la estabilidad del país: el respeto irrestricto a la voluntad popular.
Kast, por su parte, interpretó el resultado como un mandato claro de cambio. “Chile nos ha dado un mandato, nos pide un cambio real que no admite excusas”, afirmó en su primer discurso como presidente electo.
En su mensaje insistió en la idea de orden, tanto en las calles como en el Estado y en las prioridades nacionales. “El orden no es un capricho”, subrayó, apelando a un electorado que ha expresado cansancio frente a la inseguridad, la fragmentación política y la sensación de estancamiento.
El triunfo de Kast también evidencia una derecha que logró reorganizarse y ampliar su base electoral. Supo capitalizar el apoyo de los candidatos derrotados en la primera vuelta, incluyendo al libertario Johannes Kaiser y a la representante de la derecha más tradicional, Evelyn Matthei.
A ello se sumó una parte significativa del electorado del economista antisistema Franco Parisi, quien en la primera ronda había obtenido cerca del 20 % de los sufragios. Esa confluencia fue decisiva para consolidar una victoria amplia y políticamente contundente.
Durante las últimas décadas, Chile se había caracterizado por la moderación. Las fuerzas de centroizquierda y centroderecha se alternaron en el poder, construyendo consensos básicos y administrando las diferencias dentro de un marco institucional estable.
Hoy, ese equilibrio parece haberse desplazado hacia los extremos, reflejando una sociedad más fragmentada y una grieta ideológica más profunda entre izquierda y derecha. Sin embargo, incluso en este escenario de polarización, el país logró ponerse de acuerdo en lo esencial.
Ese acuerdo mínimo —respetar el resultado electoral y preservar la institucionalidad democrática— es, quizás, el mayor triunfo de esta elección. Chile alcanza más de 35 años ininterrumpidos de vida democrática demostrando que sus instituciones resisten, que su ciudadanía participa y que su dirigencia política comprende que el poder se gana y se pierde en las urnas, no en la confrontación permanente.
El desafío que comienza ahora será gobernar un país diverso y tensionado, con expectativas altas y demandas acumuladas. Tender puentes, evitar que la polarización se transforme en parálisis y mantener el respeto por las reglas del juego democrático serán tareas centrales del nuevo gobierno.
El cambio político es innegable. La continuidad democrática, sin embargo, sigue siendo el verdadero patrimonio de Chile y su principal fortaleza frente al futuro.
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