Chefey

 

Chefey era el hombre más ordinario de La Quebrada Grande, pero recitaba poemas e improvisaba versos. No pudo pasar del primer grado, no porque haya sido bruto, sino por su manera de ser atravesado y basto para todo. Y porque faltaba mucho a clase pues era muy pobre en medio de la pobreza general de casi todos los muchachos de la escuela, por lo que tenía que trabajar en las haciendas, en los trapiches, hacer mandados y ayudar en el degüello de las reses en el matadero, donde ya de desde esa edad era capaz de comer mondongo crudo.

Pequeño, grueso, barrigón y cabezón con una mata de pelo que le agrandaba más la cabeza, de pies enormes que le crecían con las cotizas o zapatos regalados. La ropa siempre le quedaba grande, en particular los sacos que le bailaban en el cuerpo. Sombrero de cogollo siempre estrujado. Chefey caminaba como era, a grandes zancadas, de aquí para allá, con las piernas abiertas, la cabeza gacha pero mirando para todas partes, menos para arriba. Los brazos bamboleando desordenadamente y al final aquellas manazas que parecían ubres de vaca. Los ojos grandes y negros, expresivos e inquietos. Generalmente tenía la barba afeitada y a veces lo hacía en público en algún espejo con cualquier hojilla por mellada que estuviera.

Su conversación era, como podrán suponer, a gritos, aún en los momentos que le improvisara versos a alguna muchacha. Chefey gritaba las coplas. Tenía una memoria prodigiosa, como su apetito. Era capaz de recordar personas así la hubiera visto una sola vez y una sola vez haber escuchado su nombre. Por eso sus cuentos y relatos eran interminables.

Comía como una bestia hambrienta y en una sentada se podía tragar, si lo dejaban, una olla de caraotas con un manare de cambures sancochados. Algún domingo alrededor de la iglesia algún paisano se ofrecía pagar la enorme olla de carabinas se era capaz de comérselas todas. Adelso Hernández, el hijo menor del Sr. Natividad Hernández, el del negocio de Los Dos Caminos, me contó que fue testigo de la apuesta que hizo el Sargento Barreto de La Quebrada a un colega suyo de apellido Ruiz en el “Punto de Mérida” de Valera, que no creía la capacidad gastronómica del paisano. Apostó su quincena si lograba que Chefey se comiera 300 empanadas que hacía una señora de por allí. Si se las comía además de pagarlas le daba unos cobres, si nó, iría preso. Chefey aceptó, pero si las acompañaba de un refresco tamaño familiar. Se tragó las 300 empanadas y como al final había dudas pues se llevaba a la boca 2 o 3 pegadas y no estaban seguros de la totalidad convenida, les dijo a los policías: – “Pongan otras 50 que aún en la barriga me queda un güequito”.  Siempre salía harto y la vendedora feliz. No bebía aguardiente, pero comía mucho chimó.

Era un hombre muy cordial, siempre alegre y travieso, y religioso, era miembro de la cofradía de San Roque y del Santo Sepulcro. En una Semana Santa el Padre Vespertini pasó una película mexicana sobre la Pasión de Cristo en el teatro parroquial, Chefey se sentó en la primera fila y apenas iniciada la proyección empezó a llorar desconsoladamente hasta que en el acto supremo del sacrificio cuando Jesús fue crucificado, se subió al escenario y gritó dirigiéndose a los actores: – » No joda judíos del coño, mátenme a mí, pero no maten a Nuestro Señor Jesucristo». 

Se casó, pero no tuvo hijos, ni su mujer lo aguantó mucho tiempo, cansada de echar montones de arepas y sancochar racimos de cambures. Por eso vivió casi siempre solo hasta que la vejez trajo los achaques y encontró lugar en la casa generosa de Pedro Hernández y familia, hasta que lo llevaron a un ancianato en Betijoque. Mi hija Estefanía visitaba con frecuencia estos sitios haciendo caridad y fue a Betijoque donde lo encontró por casualidad, se quedó observándola y exclamó alegre: -«Usted es Estefanía, la hija del morocho Francisco, mi colega», recordando que estudiamos juntos primer grado. Y eso que tenía mucho tiempo sin verla, y la había visto poco. Allí murió Chefey, haciendo felices a los que llegaban al final. Se llamaba Rafael González.

 

 

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