Carvajal: un rústico cuchillo timotocuica entre ríos, barro y memoria

 

Por José Napoleón Hernández

Allí está la meseta larguirucha de Carvajal, tendida de norte a sur entre dos ríos ─Motatán y Jiménez─, como la cuna de la civilización antigua, Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates. Como si la tierra misma, al nacer, hubiera querido imitar los gestos de los antiguos orígenes del hombre.

Carvajal se encuentra ubicado entre cerros, valles y sabanas, en un sitio intermedio entre tradiciones antiguas e impulsos contemporáneos. Aún hoy, su cielo guarda las miradas de los primeros hombres que miraron las constelaciones buscando el rumbo.

De hecho, el contorno del municipio —visto detenidamente con la ayuda de la imaginación— recuerda a un tosco cuchillo prehispánico de los timotocuicas, justo orientado de norte a sur, con la punta en Jalisco y el extremo de la empuñadura en El Alto de La Cruz.

Se trata de un cuchillo que no corta materiales como carne, madera o piedra, sino que tranza el paso del tiempo. Distingue entre épocas idas y futuras, recuerda la herencia nativa, muestra la continuidad de sus raíces y seduce la memoria del barro indígena para dejar ver la luz de un pueblo muchas veces olvidado.

Y es que Carvajal, cual cuchillo de silencio y de faena, nació del material mismo del lugar: de roca y de cuarzo. Como si hubiese sido desenterrado de una cueva ritual, donde aún duermen los oficios de antaño. No fue un arma tosca, sino el utensilio esencial con el que se elaboraba la losa sin quemar y se labraban cueros, pieles o fibras naturales. Servía, además, para la construcción de cobertizos, para cortar la guafa o guadua en los sistemas de riego, para el corte de las papas australes y el desconche de yucas o cacao, entre otros menesteres.

Carvajal parece una extensión de la tierra misma, de aquellos que cortan, tallan y construyen sin destruir, dando forma a lo que otros solo miran.

Con la punta hacia el norte, descubre lo descubierto, de donde proviene el pasado: de allá, de más allá, del estrecho de Bering. También señala el inicio del descubrimiento y el mestizaje: la hispanidad y el 12 de octubre. Luego, desde este punto, se internaron por todas partes: explorando, conquistando y, en ocasiones, liberando.

Es hacia ese norte que se extiende la tierra cálida: la tierra sobre la que duerme el río Motatán, aquella que contiene la riqueza negra de las profundidades, la tierra de la gaita, y el territorio convertido en agua del lago histórico.

Mientras el mango del cuchillo apunta al sur, va apareciendo el pico más alto del estado Trujillo, La Teta de Niquitao. Los chachíes lo nombraban Musí, una cumbre de 4001 metros, determinada en la década de los setenta por el organismo oficial (un dato poco conocido). Esta cumbre señala las montañas de donde descienden los fríos más intensos de enero.

El mismo sur que apunta mucho más allá, casi al infinito: hacia la Constelación de la Cruz del Sur, una formación que, aunque ausente a la mirada en estas tierras, describe con la estrella Polar el eje terrestre.

La Cruz del Sur: cuatro estrellas cinéticas, pero inmutables; la estrella guía que en 1520 emocionó a Magallanes, impulsándolo a navegar la inmensidad del Pacífico. Aquella vez, traspasó el Cabo de Hornos y continuó su viaje, permitiendo a Sebastián Elcano demostrar que la Tierra es redonda. Redonda, la misma forma que confirmaría Aureliano Buendía en Cien años de Soledad cuando, temblando de fiebre, reveló su descubrimiento:

—La tierra es redonda como una naranja.

Fue así como, entre el caballo y Las Siete Cabrillas la única constelación que identificaba Silveria, mi madre, llegó Baltasar de Carvajal el 20 de octubre de 1670. Se encontró con selvas, cocuizas y nidos de bachacos, y bautizó el sitio que los indígenas llamaban Sabana Larga. Allí permanecen los caminos angostos con las huellas de los pies descalzos de los indígenas, a la sombra de los árboles, siempre verdes, de mamón.

Él había llegado con la Biblia como instrumento de conversión religiosa y hasta educativa. Siglos más tarde, sin embargo, los jóvenes de Carvajal marcharían hacia los lugares señalados por los extremos de aquel cuchillo rústico: hacia el norte, La Universidad del Zulia (LUZ); hacia el sur, la Universidad de Los Andes (ULA). En esas dos direcciones partieron los sueños de una juventud que buscaba en el estudio la ruta de su destino.

Trescientos cincuenta y cinco años después de la llegada de Baltasar de Carvajal, los abundantes caminos secos y flacos son ahora anchas vías: negras, unas; amarillas, otras. Las chozas y abrigos de antaño son hoy multitud de viviendas grandes y amontonadas.

A pesar de todo, los símbolos y vestigios acompañan a Carvajal, aunque algunos ya no existen, como aquel sitio llamado plaza Colón y su estatua que señalaba con el dedo índice de dónde él había llegado. Hoy, permanece allí la Santidad de José Gregorio Hernández, Nuestro Santo. Esta vieja plaza se llenaba cada mañana de estudiantes que iban al núcleo de la ULA en Trujillo. Allí, con el pulgar derecho levantado, pedían «cola», mientras bajo el brazo, sostenían los textos de cálculo, botánica, química o cualquier otra materia que llenara sus días de estudio.

Un vestigio vibrante de fusión telúrica y fe son los tambores de San Benito, resonando en las calles o dentro de las capillas que llevan su nombre. La fuerza y la alegría de su música la imprimen los tamboreros, entre quienes se cuentan figuras esenciales: Rosa Prada, esclava de San Benito y capitana de tamboreros de La Meseta de San Genaro, con tantos años y repiques; Enrique “El Negro” Peña, capitán de tambores de La Cantarrana de Campo Alegre; Gerardo Solarte, oriundo de Santiago, pero atemperado en El Corozal, el fabricante de instrumentos de percusión. La estirpe tradicional continúa con Ely Andara Henríquez, quien capitanea los tamboreros de La Cabecera; Roger Andara, capitán de San Benito y de los Chimbangueles de La Loma; y Eulogio Carmona, de El Mirador, esclavo de San Benito; entre otras bandadas con sus repiques elevados.

A esta música también se agrega la voz de Andrés Eloy Blanco, que subió hasta Carvajal para llevar otro canto: la de la poesía. Desde allí, con voz cumanesa, declamó: Carvajal, camino arriba…

Incluso Bolívar pasó por allí en sus correrías, con rumbo a Trujillo en 1813, para firmar el apurado Decreto de Guerra a Muerte.

Y de más arriba, de las tierras frías, descendió Juan Bautista Araujo, El León de la Cordillera, quien llegó a El Alto de La Cruz y siguió camino abajo.

Es también memoria y símbolo La Parada de Los Burros en La Cabecera, donde cada madrugada llegaban de El Alto de La Cruz las cosechas de cambur, caraotas, apio y yuca, mientras los carros de la Línea Carvajal partían apurados y llenos de pasajeros.

Carvajal se extiende, por un lado, al borde del barranco que cae en el río Motatán, como si quisiera proteger a Valera, su hermana, más joven; por el otro, montes dispersos y suelos descobijados.

Carvajal sigue allí, afilando su memoria contra el viento, entre ríos que murmuran nombres antiguos, entre gente que ruega al cielo, y con Las Siete Cabrillas que, desde allí, se observan claras, claritas, y nítidas.

Carvajal, el rústico cuchillo timotocuica que, en lugar de herir, ha sabido grabar su esencia en el tiempo.

 

 

 

 

 

 

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