Voy de último. La brisa y el camino han dejado la huella de los que por aquí han pasado. En algunas esquinas de altos edificios, no se siente la brisa. Se han mezclado otros olores y fragmentos de imágenes. Todo salpica. Es el camino del tiempo. Yo no quiero mando yo sí quiero mando, yo te mando tú no mandas se confunde entre la multitud. Ella y yo nos movemos entre maldiciones y bendiciones, confundidos porque oímos las cosas más allá de lo debido. Una voz poderosa dice, después de otra voz poderosa, “no nos tocará la crisis del capitalismo”. Doscientas veces después de insistir digo “el capitalismo es el único sistema sobre la faz de la tierra”. Lo demás son formas que giran a su alrededor y algunas veces lo desafían torpemente.
Umbacio va a mi lado. Se considera ciudadano de la República quebrada y no pierde las esperanzas. Las esperanzas es lo último que se pierde y repica con insistencia “en nombre de Dios”. Guardo silencio mientras lo escucho. Me propone cambiarnos un rato a la otra marcha. Asiento con la mirada. En algunas esquinas de altos edificios no se siente la brisa. No sabemos a quién estamos siguiendo. Por la hiperacusia escuchamos demás el sonido múltiple de los pasos. Hemos gastado la zuela de los zapatos del tiempo dando vueltas por estos lugares. “Yo no quiero mando” oímos en una de las esquinas. Ahora quienes nos van a representar se pregunta Umbacio entre dientes.
Decidimos, en una de las esquinas, tomarnos un café ambulante, de esos con sabor a canela y en termo. “Nos echaron mal de ojo” comenta el señor mientras nos servía. Umbacio me mira y después del primer sorbo saca de su boca palabras humeantes: Nos echamos mal de ojo.
Han pasado unas horas, ya no sabemos en qué marcha estamos. Los relojeros de fuera y de dentro trabajan a tiempo completo para hacer las piezas especiales y arreglar el reloj histórico. Hay ciertas contradicciones entre ellos. Se parecen a un pequeño grupo de wasap donde no se sabe quien tiene la razón. Mientras unos dicen sí, otros preguntan quién, otros dicen no y otros doscientos. Doscientos años no bastan grita alguien desde la esquina.
Seguimos dando vueltas. En este lugar siempre nos ha atajado la policía. El dirigente sindical de turno denuncia al gobierno de turno. Es como un rito, una danza macabra. Umbacio se siente mal, el café golpeó fuertemente su estómago que le hace honor a su nombre. Recuerda cuando el Faraón envió a sus esbirros a golpearlo y sacarlo de su casa. Tenemos en esto miles de años dice.
“Tenemos el derecho de luchar por nuestros derechos” respondo a Umbacio. Esta frase retumba en mi cabeza hiperacúsica como si fuesen tormentas en tránsito. Logramos llegar a un paraje donde se escucha la brisa. “He sido ministro de gabinetes imaginarios. He soñado los mejores sueños. En cientos de marchas y contramarchas he participado. Ese sonido de los zapatos humanos me lo conozco”. Con un trozo de rama seca dibuja en el suelo polvoriento la ruta de los caminos. Las multitudes terminan adorando a sus conductores, se llama miedo a la Libertad. Le hemos dado vueltas ciento de veces a las mismas esquinas.
El ser humano siente un vacío. Respira, habla de sí mismo. Busca salvarse, tropieza siempre con la misma piedra. Se escucha el sonido de la zuela de los zapatos. Mientras, otros, preparan sus puñales y el perdón de los dioses. Hace falta echarnos “un bien de ojo”.
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