Cartas | Tengo una Lengua | Por: Juancho José Barreto González

 

Dar las gracias y andar cuidando el árbol de la vida es una metáfora buena, sutil, accesible. Desde lo alto del árbol puedes tocar las estrellas, hablar con los dioses del aire para curar el tinnitus. Al rato, ya percibidas las voces luminosas de las estrellas, bajamos a las raíces. Se escuchan antiguas canciones de conchas de árboles milenarios. Sus raíces reviven y comienzas a hablar con los dioses de tierra para curar los malos caminos.

Alguno de esos dioses pulió mi lengua de hablar, de recuperarlos arriba en el aire y abajo en la tierra. Se vuelven símbolos muchos de ellos, algo se pega a los sent*idos y sent*venidos y viven andando por todos los caminos recordando, en sonidos casi inaudibles, lo poco que somos sin ellos.

Hablo una lengua y pongo mis manos en son de la memoria y de las búsquedas. Tengo una lengua y la celebro. Cierro los oídos y me lanzo al agua. Soy un pez en movimiento. Busco en las profundidades acuáticas del silencio, un compás para no perder el equilibrio. Guardo el mejor aire, sostengo la respiración mientras las burbujas de colores se convierten en paracaídas mágicos. Aterrizo.

Al llegar a este lugar, pernoctaré el tiempo necesario de los sueños. Ya sé, un pájaro, siempre un pájaro llegará a tocar la ventana. Al abrirla, después del primer café, la gente va entrando para beber con mis dioses, las palabras compartidas, compases y compuestas. Llegan también los singulares y los plurales. Al mediodía, nuevas rutas marcan el rumbo de los atardeceres.

Quiero terminar esta breve “biografía hermenéutica”, por estar en esta tierra bendita, con las palabras finales de Espero, Igual Espero (2020, 2da edición):

“Tiendo a abrir la puerta de las conexiones entre ambos mundos. Quedar allí en su umbral. Como péndulo mágico de la tierra y el hombre. Tiendo a no prohibirme la memoria de las imágenes estelares, intermedias y profundas. El lenguaje, en algunos momentos, logra materializar vocaciones e invocaciones. La poética del espíritu no es una cosa, es la casa del ser y sus navegaciones. Cada quien puede tenerlas, rutas particulares, mapas secretos, mezcla de sabores dulces, salados, amargos, ácidos. Mezcla, combinaciones extrañas, sin etiquetas previas.

Cuando los dioses de lo superficial invadieron estas playas, comenzó a propagarse una extraña endemia que empequeñecía la mirada. Aquella advertencia antigua de nuestros creadores mayas, escrita en las páginas del libro “que ya no se ve” se traduce hoy en la capacidad de lo vedado. El miedo a mirar lo interior, la imposibilidad de navegar libremente por esos ríos secretos de cada quien, ha sido cubierto por rutas superficiales cuya variedad de tarifas permite el acceso virtual hasta cierto límite. Formas, fórmulas y formatos quedan patentados en la misericordia del mercado de los ojos. Allí puede usted adquirir todo tipo de accesorios artificiales. El “ver para creer” es la traducción multifacética de un “ser para ver”. Así la gruta externa logra organizar la mirada. Lo que ya no se ve deja de existir. La mirada “Dinira” de nuestros indios expertos en navegaciones superiores se pierde en la maleza artificial del paisaje industrial. La percepción de las grutas exteriores desplaza paulatinamente la mirada de lo que no se ve a simple vista. Aprendemos a navegar en la superficie y, para hacerlo en las profundidades del agua inventamos los buzos y los submarinos. Y, para llegar a la luna, inventamos un “cohete”. El impulso antropológico predominante en la cultura industrial es un ataque para dominar a la naturaleza y controlar al hombre sumiso a tal artificialidad.”

*Dinira. Voz indígena. Agua que alimenta las corrientes más abajo. Parque Nacional de Venezuela, abarca los estados Lara, Portuguesa y Trujillo

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