Juancho José Barreto González
Entre la dos y las tres de la mañana, recordando el decir de la última de sus tías, muchacho has perdido el tiempo, buscaba no sin desespero, entre el baúl de herramientas de su milenaria familia, el instrumento necesario para cambiar de vida como los cóndores o las serpientes sus plumas o su piel. Deseaba, aprendiz de místico al fin, llegar al conticinio para, sin hacer ruido y respetar su condición de hora más silenciosa del día siendo de madrugada, encontrar la respuesta ideal, imprescindible e irreversible y pasar a esa etapa trascendente que un gurú universitario le había pronosticado cuando estudiaba el primer semestre de poesía.
Recordaba también haber asistido a tantas manifestaciones donde se coreaban consignas con síes y noes, como aquella de quiere usted mando o mande o no mande o si la acepta o no la acepta. En un cuaderno se daba a la tarea de anotar todas esas vicisitudes del diario vivir y lo extravió en una refriega campesina contra una compañía internacional comerciante de pinos.
Tornillos, alambres, libros viejos y antiguas fotografías fueron entremezclados en esa furibunda búsqueda entre la una y las tres. Hasta una “hallaquita” con su liga derruida, la había usado en su primera comunión, cuando sin mucha preparación le dijo sí a los diez mandamientos con otros niños en igual o peores condiciones, dijeron sí a la tabla de multiplicar culpas y pesares, según la leyenda, hecha a punta de pico y pala por los obreros de una época muy antigua en un lugar distinto a este en el que escribo este cuento de nunca acabar, cercano a la serranía donde Tibisay cantaba a los cuerpos celestes del misterio.
Así pasó el tiempo sin darse cuenta, o, mejor dicho, perdió el tiempo como decía una de sus tías. Entre el baúl de herramientas y una levantisca manifestación de vida, aparece alguien con una pancarta colgada de un mazo de madera, se le abalanza encima, recibe cualquier tipo de pancartazos, golpes entre blanco y negro como en un sueño imposible de resolver gramaticalmente.
Entonces, creyó realmente estar en ese sueño, hizo un esfuerzo desde su subconsciente para poder leer la pregunta escrita sobre la pancarta, pero en ese momento el pájaro que toca la ventana a las seis de la mañana, le dio por tocar la ventana a las seis de la mañana. Uno se las da de ínfulas, una ínfula plural y sistemática, piensa que un texto se puede terminar así por así, como si nada.
Pasaron muchos días, tardes y mañanas con sus noches anteriores para que apareciera el título de este cuento. Decidió viajar al centro del país a visitar a sus hermanos mayores y a la única tía viva, la misma de “muchacho has perdido el tiempo”. Viajar en autobús es como ir dentro de un libro con muchas historias secretas, pero algunos de sus personajes chicharacheros cuentan sus cosas entre chistes y carcajadas, no joda yo si le echo pichón. Cerca ya se veía la parada de Arenales. Hace ya muchos años, en uno de sus baños encontré un escrito detrás de la puerta, “sonría que lo están televisando”. Al bajarme decidí visitarlo. Quien atiende me dijo con voz nada angelical, “son dos mil”. Habían refaccionado el lugar, me dije éste es. Entré y cerré. Al sentarme en la poceta apareció la bendita respuesta detrás de la puerta cerrada del baño. ¡Sonríe, te están televisando!
(Este es un cuento tomado de mi libro Árbol del tiempo, 2020).