Cartas | Sin evaporarse | Por Juancho José Barreto González

 

proyectoclaselibre@gmail.com

El cuerpo ocupa un lugar. Él y yo somos la misma persona, nos pertenecemos, más que un puente somos síntesis permanente de la ocurrencia divina y humana de vivir. Tenemos lenguajes. Es decir, somos dueños de una capacidad innata y cultural de decir, decirme, decirnos. “Decido esta mañana moverme a mi manera. Busco entre mis manos la tinta libre para escribir la memoria de mis sueños”. Es una justificación precisa para alimentar esa condición humana de “despegarse del suelo y hacernos de un lugar para vivir entre la realidad y el sueño, una conexión personal que puede salvarnos del mercado común de las víctimas”. Víctima dícese de alguien agredido por otros y por sí mismo.

Aparece una exigencia humana, la conciencia del lenguaje. Las palabras tienen fuerza, pudieran ser hirientes y curativas, todo depende del bálsamo y su preparación. Una fuerza viene de fuera y nos invade. El fuera está afuera y se las ingenia para meterse “por todos mis poros culturales”. Conciencia dícese de alguien que piensa sobre este asunto, sobre todo aquello que traduce mis antenas llamadas antiguamente sentidos. Pudiéramos hacer un estudio general de esta peligrosa metamorfosis. No es lo mismo ni es igual.

En todo caso, abro para mí mismo un curso intensivo para responder dos preguntas centrales, giratorias, giroscópicas. “Vienen en camino las preguntas buscando respuestas exigentes, particulares. Pensar no es estar en el aire, sin ideas y sin sueños. El tiempo de la meditación busca viejos mapas de nacimiento. Copio a mano algunas zonas que han logrado mantenerse a pesar de los olvidos”. Reviso mi imposibilidad de abordar todas las escrituras y habladurías. Un libro en mis manos, o en mis ojos, no es lo mismo, pero es igual, es apenas “una inmensa partícula que se mete en el cuaderno portátil de la memoria. Tiende a agitar con cierta fuerza, depende de la energía de sus palabras, y las palpitaciones a veces se salen de su ritmo normal”. Leer incide en el ser y el estar. Escuchar, tocar con las manos, los ojos y etcétera. “Descubrimos que en la superficie los seres humanos somos unos hablachentos”. (Debemos diferenciar hablachentos de habladurías para comprender las diferencias epistemológicas entre uno y otro proceso. Nótese que hemos escrito “proceso” y no “acto”).

Creo que he olvidado o, más bien, perdido una palabra necesaria. Pregunto en un cuarto de hora, en la media res. Alguien nos susurra. “Si tienes tiempo para devolverte no te pasará lo de los chivos”. El afuera tiene su oficio, desea que vaya vertiginosamente hasta el final. Adentro, una voz respira un atardecer. “En este lugar, y no es pecado, los rostros muestran sus oscuridades con una claridad estupenda”. Esto se llama “tener tiempo”.

Debe escribirse con letra clara y alada: Tener tiempo, dejar de correr sobre sus trampas, no competir ni caer en la tentación de lo finito.

Soy un escritor de cartas, mi oficina es portátil como mis pasos imaginarios y reales. Tiendo a escribir sin agenda impuesta, voy contracorriente buscando tu alma. “Los seres tienen alma”. Dícese aquí de la capacidad para volar sin olvidar su lugar, sin evaporarse. Si nos evaporamos, si nos llenamos de miedo, si perdemos las alas no podemos regresar al sentido frágil de la pertenencia. Si regresamos cada vez, ella, la vida, sudará soles.

“Sudar soles. Ponerse en calor, agitarse, revolverse con los otros, inventando a diario los fuegos para alumbrar los caminos

 

 

 

 

 

 

 

 

Salir de la versión móvil