Juancho José Barreto González
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Cruzaba las calles bajo la luz mortecina de las lámparas. Se le veía algo alegre, mucho más que en sus clases de Histología normal y Bacteriología donde sufría con la testarudez de algunos de sus estudiantes. Venía de hacer un milagro a una viejecita cariñosa, pobre y enferma. Uno de sus nietos fue a buscarle y lo esperó en la entrada principal de la Universidad de Caracas. El adolescente iba vestido con una franela algo manchada y un pantalón no tan corto. El doctor con su acostumbrado traje apresuraba el paso. Su cabello retozaba con la brisa mientras se preguntaba en dónde había aprendido eso que llaman amor al prójimo. Al llegar a la humilde casa, en una de las esquinas más oscuras de la ciudad, junto con su figura resplandeció una luz ingenua sobre la cama de su paciente. Mi vieja bella que te pasa fue su comentario inicial y comenzó a hablarle de lo rápido que camina su nieto. La fue tocando y sintiendo los latidos del corazón, una pequeña llovizna de ritmos un tanto dislocada por los años de la abuela, y también por la extraña luz de la habitación. Antes de despedirse, elaboró el récipe como con letra de santo viviente y lo colocó en la mesita al lado de la cama. También dejó en el mismo lugar unas monedas para la compra de la medicina recomendada. Un hombre raro este José Gregorio.
Al salir de esa casa se sentía como si volara. Con su liviana alma tocaba el caballete de las casas de las calles al regreso de la suya. Se sabía con la capacidad de percibir el mundo de otra manera. Por eso me causó triste gracia el anuncio de celebración de una clínica capitalina por los 150 años del natalicio de este prócer del espíritu. Imaginé la mesita de la viejecita con el récipe y las monedas de este coterráneo especial y las cuentas por pagar de cualquier venezolano en estos lugares donde la enfermedad se mercantiliza con saldo a favor de médicos propietarios inmorales y usureros.
De todas maneras, no sólo para darme valor sino porque realmente lo creo. José Gregorio fue santo en vida, hombre venerable por sus actos con el pueblo pobre, ese mismo que sigue curando desde la fuerza mística de una fuerza imperecedera en la memoria del venezolano. Antes y después de la muerte. Sabio, santo y patriota. Se conoce muy poco un hecho: al escuchar la proclama “contra la planta insolente” en 1902 cuando Venezuela sufre el bloqueo de potencias extranjeras, José Gregorio Hernández fue uno de los primeros en querer enrolarse para enfrentar al invasor. Siempre hay quienes quieren dar un brochazo de invisibilidad a la vida de los hombres. Bondad, santidad y heroísmo se conjugan en este hombre difícil de emular en una sociedad de asaltantes con y sin antifaz.
(Artículo publicado anteriormente en la Columna “La mudanza del encanto”, Diario de Los Andes. Puede también leerse en mi libro Sin pan no hay independencia, 2020).






