Juancho José Barreto G.
Para construir y destruir se necesitan las manos. Aquí aparecen todas las relaciones posibles. “Si hay muchas manos en contra nos costará hacerlo, tendremos que perseverar”. Hay quienes perseveran en la destrucción y poco a poco nos van aislando, Tus manos a veces se confunden, titubean o se conforman con no hacer nada, mientras otras manos se frotan. Me gusta cuando mi mano se estrecha con otras manos. “Estrechar la mano al otro es un acto primoroso de comunicación, Uno se saluda y le dice a la otra mano, aquí me tienes”.
Hay manos poderosas que ordenan, Al frente, un ejército de manos exclama al unísono ¡Si Señor! La dependencia perfecta al orden que otro ordena, la alienación pura de la mano que no piensa ni siquiera la siguiente palabra. No detiene a su inverso, aclama cuando es menester la negativa en la prestación del servicio. Dice fuerte ¡No señor! La mano es una pala mecánica, hace, no reflexiona.
Fue invitada a orar y fue necesaria la otra mano del Amén. Sin esas dos manos orantes, oradoras, es imposible la comunicación espiritual de las manos, a través de las manos. Ellas envían al resto del cuerpo la decisión mágica de estar juntas un momento. Mientras que las manos del obediente se separan bruscamente para decir ¡Si o No Señor!, una rectilínea tocando el mentón derecho y la otra perfilada sobre la rodilla dependiente. Las manos de la oración “pretende en ese sublime aliento alcanzar lo imposible”. Mis manos escribientes se detienen por un instante. Saben que son conexión maravillosa con los sentidos del mundo, se expresan, hablan, dibujan, levantan o destruyen edificios. Que triste es la mano del suicida en su último acto, expira con el cuerpo ido a la muerte. Mientras, las manos de la acaricia, inventan la brisa de esta tarde y tocan las mejillas de los inocentes.
“Tu mano se despega de la mía, huye miedosa y lastimada. Mi gran mano pesa sobre la herida abierta de la vida mientras otra mano oculta, suave y melodiosa te llama a tomar asiento sobre la luna distante. Perdemos la mano salvadora por la brusquedad hiriente de la otra. Llena de tristeza busca lavarse en el lugar de los llantos, ese de sales corporales buenas para doler y sanar heridas”.
Tengo manos, las miro. A cualquier hora las miro. Las levanto y de fondo el horizonte. Pasa el silencio montado en un pájaro azul y nos dice adiós. Es cuando mis manos se voltean a mirar mis ojos. Miran mi mirar. Mis ojos y mis manos tiemblan. En ese temblor tratamos de ser nosotros y desenrollamos todos los hilos de nuestra historia. Nos devolvemos miles de años y hablamos el idioma primitivo de la ameba. Todo ocurre en el tiempo preciso, el necesario para estas cosas. Esa noche descubrimos el origen de todas nuestras conexiones, nadando en lo oscuro de la existencia.
De vuelta al día, nos lavamos con agua muy fría y nuestra respiración llega hasta nuestro espíritu. Nos damos cuenta que nos faltan otras manos. Con esta idea, nos terminamos de cepillar los dientes y nos enjuagamos la boca. En algún lugar otros hacen lo mismo. Después de un largo viaje en búsqueda de la ameba, de regreso, nos topamos con nuestras ausencias y presencias. Así, adioses y apretones de manos se disputan el porvenir. “Todo adiós es una futura búsqueda de otras manos. Sólo espero que mis manos grandes y torpes aprendan y comprendan, solas o acompañadas, en cualquier lugar de la vida, lo maravilloso de darse la mano a tiempo. La historia de las manos está allí por escribirse. Tal vez, en algunas oportunidades, tenga más valor que la historia de los pies.
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