El lunes estuve conversando con los amigos en el novenario del poeta Florencio Echeverría*. Repartieron caramelos como él solía hacerlo en vida. Tenía una facilidad enorme de reunir a los mundos, en su nicho de vida permanecían juntos santos, héroes y energías de todas las latitudes posibles. Así como mantenía correspondencia con el Papa, lo hacía a su manera con María Lionza. Florencio es de todos los mundos, logró asociarse a sus múltiples formas mientras el común de los seres las percibe escindidas y aisladas.
Hay que despojarse de la racionalidad dominante, de los límites fracasados de la razón humana en cuanto a política, ideología y religiosidad para adentrarse y comprender, no necesariamente compartir, la mezcla, la simbiosis de lo plural que pueda materializarse en una persona, grupo o movimiento. Lo que sobresale es la capacidad de reducir la capa que separa a los seres humanos, una cordialidad infinita, dulce subversión frente a las distancias ridículas que establece la cultura de la división. Estos seres, de altura que sobrepasa los techos normales de lo humano, no pueden dejar de vivir.
Tomo uno de los caramelos que me ha regalado Frank y su sobrina. Es verde y dulce. Se convierte en paisaje y lenguaje. Al mismo tiempo reviso uno de los últimos poemas que recibí de las manos de Florencio. Es indescifrable, lo echo a volar en medio del verdor de la mañana. Está hecho de un lenguaje superior, súbito, en clave maravillosa de la dulzura de dioses escondidos detrás de las nubes. La poesía, su poesía es la capacidad de comunicarse desde esta y otras claves. Una sociedad triste y deprimida no comprende ciertas dimensiones de lo humano. “Este mundo está hecho de muchos materiales extraordinarios que a veces se concentran en un lugar o en una persona. Lo ideal sería lograr el diálogo y la celebración de todas estas cosas ocultas o encubiertas por la razón miedosa de la existencia”.
Este tipo de miedo es de antigua data. Entonces, el miedo se organiza para caerle a palos a lo que huele a distinto. Con la fuerza de un caramelo convertido en paisaje y poema, Florencio disipaba las distancias, lograba reunir los laberintos y convertía el delta humano en una flor. Tamaña sutileza del gentil amoroso. No puede ser tomado como una excepción sino como un logro, la sutileza va delante enarbolando sus estrellas, cantando, desordenando a la ordenada sociedad triste y deprimida. A esta fiesta de la sutileza no le podía faltar la mistela, es decir la dulzura misma, bebida con el cuenco o la copa del corazón. “Un hilo secreto de mistela, imborrable, lo enlaza con las fiestas más antiguas. Revuelve palabras venidas de distintos idiomas. Recupera de antiguos grafitos dibujos y sueña con llevarlos a la escuela para que los muchachos descubran esas conexiones que yacen debajo de los caminos”.
La muerte, en todas las culturas, es un viaje al más allá. Cada una trata de asegurar este viaje a su manera. Voy por otro caramelo, sabor a piña, amarillo como un pequeño Sol. Antes de cerrar esta carta, o este intento de conversa con Florencio, creo leer en sus últimos versos, “No podemos dejar de vivir…”
*Nació en Trujillo, Venezuela, 1947. Murió acá mismo hace pocos días.
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