Cartas | Metidos en la memoria | Por: Juancho José Barreto González

 

La memoria es el lugar donde guardamos el mundo de la reminiscencia. No hay memoria personal sin memoria colectiva, es personal y social al mismo tiempo. Nadie puede cuidar mejor la memoria sino nosotros mismos, pero, quizá, hemos sido descuidados o hemos aprendido mal el asunto. Si queremos hacer una escala, la memoria colectiva abarca mi memoria hasta la memoria de la cultura terrícola. Difícil asunto este.

Pertenecer a un lugar, tener activos los hilos culturales y poseer formas para decir quiénes somos, nos coloca como mediadores entre esas formas variadas para decir y la cultura humana. Formas variadas, diversas, múltiples para decirnos quiénes somos. La reunión dinámica de estos archivos implica la lectura y su interpretación en un espacio humano que jamás puede ser concebido «de una sola manera». La cultura es la gran piel que cubre mi memoria, mudamos de piel y al mismo tiempo permanece. En las distintas capas de esta piel que muda podemos encontrarnos a través de los lenguajes que llevan y traen. Así, la piel cultural, la membrana semiótica, es una frontera, como diría I. Lotman, que limita y regula lo que atraviesa esa piel en su doble dirección, hacia dentro y hacia fuera. Aquí, justamente en esta frontera, la zona de los lenguajes, es donde se genera el conflicto entre el poder y la poiesis, la capacidad de cada quien de crear y de abordar lo nuevo. De tal manera, el poder sería la capacidad de imponer unas formas sobre otras. Revísese la historia y veremos cómo el conquistador y sus instrumentos son la combinación y la contradicción de unas formas organizadas como visión ordenadora de la cultura sobre otras formas posibles. La cultura en su memoria sería la piel donde se escriben esas heridas y donde, al mismo tiempo, se trata de curarlas, de encubrirlas o falsearlas. La memoria, entonces, como la cultura misma, está hecha de los retazos que quedan de este perenne conflicto que, si no estamos dispuestos a recrearlos pueden producir un trágico cansancio materialmente representado por aquello de «siempre ocurre lo mismo».

Deberíamos considerar entonces, la importancia de ver la cosas, de una nueva manera, descubrirlas, darles otro cariz, colocarlas en una nueva relación, permitirnos combinarlas, interrogarlas, ponerlas patas arriba, verles el cogote, preguntarnos sobre lo que ocultan o sobre lo demasiado evidente. Convertir nuestros ojos en «ojos de la mosca», capaces de ver un mismo objeto de múltiples maneras. Los ojos del poder quieren acomodar imponiendo, calculando, sujetando el movimiento por vías donde se aseguren los resultados de una sociedad al servicio de cierto orden de cosas.

El ser creativo es un inventor de mundos, por eso es sospechoso ante cualquier orden. Su misión es generar chispazos de luz, hacer que caminemos en otras direcciones fuera del alcance de los dueños de la máquina trituradora de los tiempos.

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