Juancho José Barreto González.
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Un corrientazo de agua hirviendo quemó mis ojos. No me dio tiempo ni de quejarme por tantos males en la tierra, así como en el cielo. Estuve bajo fuego tres, cuatro segundos o cinco siglos. No olía a humo ni nada olía a quemado. Sólo el ojo izquierdo le hacía señas al derecho mientras unas moscas ambulantes bombardeaban el día, así como en el cielo y en la tierra. Una Gaza ensangrentada susurra herida debajo de los escombros de la superficial humanidad de los derechos.
Mis ojos después de cada bombardeo ya se imaginan el siguiente, sin llorar, las lágrimas son artificiales. Sobre ese globo de agua macilenta, barquitos imaginarios llevan versos a los heridos, a los que pueden ver y oír. Cómala, la de los muertos vivos ya no existe. De Cómala se mudan para la zona del silencio, un no tan recién invento de la comunidad internacional.
Me pongo otras dos gotas, una en cada ojo. No puedo colocarlas con la boca cerrada, me es imposible. Hago con ella como una O corrugada y la lágrima artificial cae en el reseco abismo de lo humano.
La orden divina era cortarles el cuello con afilados cuchillos. Esta imagen acompaña a mis ojos desde hace siglos y hace que sangren cada vez.
De vuelta, el camino polvoriento quedó tejido con hilos rojos, simulaban ríos de interrogantes no resueltas todavía. Ya no se escuchan los lamentos, en cada paso del opresor se pierden. El opresor es un sepulturero de lamentos.
Con el tiempo, los jeroglíficos de sangre se vuelven palabras santificadas para los nuevos sacrificios. Alguien en nombre de algo justifica a alguien. Entre bastidores, los más leves también quieren eternizarse y se hacen fotografías teniendo de fondo el desierto humano.
Una imagen herida sana en mis ojos. Es cuestión de tiempo. Después, intentará herirlos con el viejo cuchillo de la revancha.
“La humanidad es mala” les digo a los muchachos. Los malos hacen mucho ruido, se apoderan de las tierras de los terrícolas. Ya no sabemos si somos de la misma casa, estamos rotos por dentro y por fuera. No nos conocemos. Luis me habla de la “lejanía ética”, no nos importa. La cercanía, peor aún, está cercada por la incomprensión. Los cuchillos de la guerra perenne circulan libremente. Estamos quebrados, rotos, nadie está protegido y como al viejo Quijote, perdimos la aureola de caballeros andantes. Cualquiera es capaz de tacharme, una equis sobre mi nombre pretende borrarlo.
No quiero cerrar la boca, quiero mantener los ojos abiertos. Las palabras que salen por la boca montan en el viejo caballo del lenguaje y ratificamos “sin palabras no podemos vivir”. Hablar consigo mismo es un acto doble, de constricción y de liberación. De la mengua al vuelo. En el aleteo se salpican de viento las malas palabras y alguien, con cierto lamento dice “somos de la misma ciudad, de la misma casa, de la misma montaña”. “El silencio cómplice no va con nosotros”. En el teatro del absurdo, las marionetas van perdiendo los hilos, se van desmayando.
Hablo por mi boca abierta. En boca abierta entra el mundo y resuena. Tengo el poder del habla, el único poder que tengo, soy un humano de la “parole”, de la palabra que nace en la boca abierta, en el corazón abierto que mana sentimientos. Nos reservamos el silencio para escuchar, o, simplemente para hacer silencio mientras nace un árbol al decir de Vicente Huidobro.
Hablemos con la boca abierta. No para tragarnos al mundo, al humano, al divino. Hablemos como los desheredados de la tierra, Volvamos a ella cada vez, a sufrir, a cantar, a luchar por lo que queremos. Los vientos de fuera y de dentro se pueden juntar para que la lucha siga y “el canto venga solo”.