Cuando decimos que este proceso es cultural es porque requerimos plantearnos cambios extraordinarios en las personas y, además, formas asociativas capaces de prácticas de reunión y trabajo para la convivencia. Una casa libre tiene en su seno una sala de reunión y de reflexión para que todos sus habitantes sean capaces de vivir de acuerdo a técnicas y lenguajes que garanticen su existencia digna dentro de un caserío para la convivencia. Sin esta casa no somos nada, con esta casa invadida somos dependientes y vivimos como colonizados.
No hay método previo. La sugerencia es que cada casa converse, se pregunte si es libre o esclava. Hacernos esta pregunta es fácil, lo difícil y delicado, los enredos vienen después y en estos tinglados andamos hace muchísimos años. Las formas de habitar la casa y el caserío son culturales.
Trabajamos por el ideal de una casa libre. Para ello hemos de comprender el porqué de su imposibilidad o de la tácita aceptación de una casa invadida. Este concepto de casa invadida comienzo a desarrollarlo en mi libro Dondequiera. Ensayo sobre el miedo. Casi todo llega hecho. Llega o llevamos a ella la mercadería cultural de la dominación para que esa casa no tenga capacidad para su propia oikonomía. A través de las múltiples antenas puestas en la casa llega «el mundo empaquetado». Haga usted un breve ejercicio y pregúntese qué ha entrado y cómo ha entrado a su casa invadida ese mundo que otros construyen para usted «y los suyos». Desde su casa hasta la casa placentaria-planetaria vale la pregunta.
El asunto está en convertir la casa en el lugar más apropiado para reflexionar sobre los asuntos de la casa. La iniciativa cultural de apropiarse de la casa, la casa habitada por el ser de la casa, el poder de la casa desde su habitación reflexiva y la libertad del vivir casero hacia el vivir placentario-planetario.
De tal forma, el movimiento de la casa libre tendrá una sala especial, incesantemente viva: La sala casera.
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